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Las nuevas elites políticas

La minoría dominante de turno se recrea en su papel institucional, tratando de reconstruir la vieja imagen de la elite, con el visto bueno del capitalismo y la indiferencia de las masas
Antonio Lorca Siero
viernes, 21 de marzo de 2025, 11:34 h (CET)

Con el triunfo del capitalismo burgués, el estado nobiliario donde se refugiaban los selectos de otras épocas, cedió su lugar al ciudadano común, pero la democracia instrumental, en virtud de la representación, pasó a ser la nueva fábrica de elites políticas alimentada por los partidos. Ya no se trata de someter a la sociedad a la dirección de una minoría cualificada por su condición de ser la representación de los mejores, es decir, los racionalmente más idóneos para gobernarla, sino sujetarla a los intereses de un grupo de poder, definido como partido, asistido por una ideología de componente social que aspira a imponerse políticamente. Ha resultado que en último término la condición de elite viene determinada por el partido, aunque luego requiera la validación de las urnas.

Como agrupación de intereses políticos selecciona entre sus miembros a los que puedan ofrecer mejor perspectiva para llevarle y mantenerle en el poder. Lo que no implica que se esté hablando socialmente de los mejores individuos dentro de él, sino de quienes mejor pueden conciliar con los intereses del grupo, siempre dirigidos a la conquista del poder para aprovecharse de sus ventajas.


Anejo al elitismo, el principio de autoridad se traslada de la persona a la institución, lo que determina la condición de elite simplemente por ejercer la titularidad. El carácter vitalicio, componente de las elites tradicionales, se replantea y limita al plano electivo, quedando sujeto a la temporalidad mediante la democracia representativa. Es una concesión singular a las masas con una doble función que fundamentalmente viene impuesta por exigencias del mercado capitalista, mientras que, por de otro lado, es un procedimiento de control del poder político. La temporalidad limita el arraigo en el poder y la estabilidad del orden viene garantizada por las instituciones. Pero todo ello ha demostrado ser insuficiente, porque el sentido elitista sigue presente.


En clave de poder, sin perjuicio de las realidades políticas internacionales que afectan directamente, lo económico se impone abiertamente sobre la política y la sitúa bajo la dependencia de esa invisible elite del poder capitalista. Lo nuclear de tal planteamiento es que las elites políticas tampoco en este punto gozan de autonomía porque son vasallas de las determinaciones del poder económico, conscientes de que es el habilitado para aportar el elemento sustancial que demandan las masas. El bienestar material se construye desde el consumo y este solo es posible en el terreno del mercado, cuyo control corresponde a las empresas capitalistas. Si las ideologías y otras creencias se adaptan a la nueva realidad, la política debe seguir el mismo camino y las elites atenerse al principio de bienestar general y someterse a él, ajeno incluso a sus propios intereses. Argumentaciones que, si bien descolocan la primacía elitista, acaban siendo desgastadas por la tenacidad de quienes desde el poder que ostenta como minoría dominante aspiran a dar un paso más buscando el reconocimiento como clase diferencial en sí misma, situada más allá del papel institucional.


Junto a las limitaciones que se han venido imponiendo a la minoría gobernante en términos locales, avanza la propia realidad política del nuevo sistema, donde el sentido de lo nacional se modera y somete a las determinaciones de la nueva idea imperial asistida por el principio del Estado-hegemónico de zona, lo que hace de las elites locales un producto de segundo orden y de la elite política mundial una comisionada de la elite del poder económico. Sus determinaciones están condicionadas por ese mandato superior, lo que las aproxima a unas y a otras en el sentido jerárquico a la burocracia. Por su parte, ya en el panorama social, dominado por la realidad del mercado global, la sociedad de los consumidores, hasta ahora solo consumistas, aporta nuevos argumentos para limitar todavía más el valor de la elite, obligada a pasar por las demandas del consumo. No obstante este significativo avance, la minoría dominante no se resigna a renunciar a la condición de elite y aprovecha cualquier circunstancia para sortear el Estado de Derecho y desplegar un poder frente a las masas al margen de la norma, convirtiendo el gobernar, conforme a las reglas democráticas, en mandar, siguiendo la discrecionalidad.


Dadas las circunstancias, el elitismo mantiene su inevitable vigencia, básicamente porque si las masas han progresado en lo que atañe a la calidad de vida, no lo han hecho en ilustración efectiva. Lo que es un signo de debilidad es aprovechado por el elitismo para intentar volver a sus orígenes rompiendo el proceso de acercamiento, dando alas a los personajes políticos de circunstancias para que los que ocupan el sitial recobren plenamente su condición de elites. Aunque pudiera pensarse que la cercanía entre las partes es tal que la elite política se está ahogando en la masa, cualquier circunstancia que sortee la normalidad institucional viene a poner de manifiesto que se trata de un espejismo más de la sociedad de las imágenes. La anormalidad es el caldo de cultivo para el retornar del autoritarismo de tiempos pasados y de ahí a su consolidación solo hay que dar un solo paso, el siguiente es la recuperación de la elite política a la vieja usanza. Más allá de toda especulación, la cuestión de fondo en el tema del retornar de la elite reside tanto en la anormalidad como en la propia calidad intelectual de las masas. Manipuladas sin cesar por las redes empresariales del capitalismo de última hora, su racionalidad es endeble y en cuanto a la capacidad política inexistente, con lo que los progresos alcanzados se estacan y se nutren de la realidad la apariencia, que aporta una colección de imágenes falsas. El momento de que la ciudadanía adquiera su propia capacidad de dirección se observa como todavía distante.


Poner fin al reinado del elitismo, por el momento, es pura utopía porque, aun en el ocaso de la elite, sigue vigente esa mentalidad de las masas en torno a su incapacidad para autodirigirse por falta de confianza en ellas mismas; de ahí que, siguiendo la tradición, no encuentren otra solución que seguir aferradas a la tutela de los una minoría. Se podrá liquidar un modelo de elite para sustituirlo por otro, pero sería difícil hacerlo con el elitismo, porque viene estando presente para responder a una afección endémica de la propia sociedad. Lo que está claro es que mientras no se prescinda de tal doctrina no habrá progreso político real. Y no podrá haberlo en tanto las masas sigan adormecidas y bajo los efectos reflejos del bien-vivir que promete el consumo. Superarlo es tarea colectiva y previsiblemente acabarán por concienciarse de ello. En tanto esto suceda, la minoría dominante de turno se recrea en su papel institucional, tratando de reconstruir la vieja imagen de la elite, todo ello con el visto bueno del capitalismo y la indiferencia de las masas.

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