Si bien el conflicto entre Israel y Palestina obedece a cuestiones de corte político y étnico que no podemos soslayar, en el fondo ostenta una decidida etiología mítica y religiosa. Esto es coyuntural ya que, de no tenerlo en cuenta, dificultaría comprender el alcance de los acontecimientos actuales. En otras palabras, si sostenemos la fuerte influencia bíblica y coránica podemos afirmar con cierta seguridad que no es visible una solución de fondo como muchos esperan. Las soluciones propuestas siempre se plantean a partir de valores occidentales seculares, pero, al no tener en consideración el factor de lo sagrado, es decir, aquello que mueve las fibras ancestrales de ambas partes puede, como de hecho se hace, ofrecer un diagnóstico equivocado.
Uno de los mayores problemas radica en responder a dos interrogantes centrales: en primer lugar, quién es el Dios verdadero, si el Yahvé del Antiguo Testamento o la versión “más acabada” de la divinidad en la máscara del Alá coránico. Y, en segundo término, contestar acerca de quién habitó primero en Tierra Santa. Comencemos por el principio. El problema del monoteísmo consiste en que tenemos un solo Dios pero que se reveló a dos culturas, judaísmo e islamismo, de manera distinta. O Dios se equivocó y hay dos verdades opuestas, lo cual es inaceptable, o hay dos Dioses Uno, lo cual nos haría caer en una contradicción. Deberíamos hablar entonces de un “polimonoteísmo”. Aquí ya tenemos un punto insoluble. En cuanto al tema de la ocupación del territorio también es polémico de establecer. Disponemos de prueba testimonial en la estela del faraón Merenptha de la Dinastía XIX que atestigua que un grupo llamado “Israel” estuvo asentado en Cisjordania para el siglo XII a. C. Esto es una demostración inestimable de la presencia hebrea en el lugar. Entre los nombres grabados que aparecen en la inscripción están los fenicios en el norte y los filisteos en el sur. Los filisteos eran una comunidad cretense de origen indoeuropeo politeísta que adoraban entre otras núminas a Dagón una deidad mitad humana y mitad pez. Ya para la destrucción de Jerusalén a manos de los babilonios en 539 a. C. el rey Nabucodonosor acabó con este pueblo dándoles un fin definitivo. Es interesante el dato que la traducción “filisteo” en hebreo se pronuncia “palescheth” y en griego “palaistine”, mientras que en latín se dice “palaestine”. Recién para el año 135 d. C. el Emperador romano Adriano quiso exterminar a los judíos que moraban en Judea y repobló la región con árabes nómadas del Este del Jordán. Para asegurarse de que sean definitivamente erradicados renombró a Judea como “Palestina”. Pero más allá de esta discusión de quién estuvo primero en esas tierras, que da para mucho más, lo cierto es que, a pesar de las pretensiones romanas, aquella Palestina inventada por los Emperadores latinos tuvo la intencionalidad de exterminar al pueblo judío rehabitándolo con otro clan, colocándole además una nueva denominación insultante de un clásico enemigo de Israel con un claro objetivo peyorativo. Desde fines del mundo antiguo los “árabes palestinos” implantados y los judíos sobrevivientes a la destrucción del Segundo Templo en 70 d. C. convivieron relativamente en paz. Ninguno de los nativos ni inmigrantes abandonaron nunca ese territorio. Aún luego de que el califa Omar restaurara y se apropiara del Monte del Templo en 638 d. C. mandando a construir la mezquita de Al-Aqsa. El asunto no cobró verdadera relevancia sino hasta el siglo XIX, especialmente en la Francia de la Tercera República, a partir del caso de Alfred Dreyfus y del manifiesto publicado en 1898 por el escritor Émile Zola “Yo acuso”. Este acontecimiento dio un mayor impulso a Theodor Herzl y al movimiento sionista y, como siempre, al apetito de las grandes naciones como Gran Bretaña y Francia que empezaron a mirar con atención a los territorios de aquella “Palestina” que, para ese tiempo, estaba en poder de los turcos. Fue después de la Segunda Guerra Mundial que las Naciones Unidas votaron que el pueblo sobreviviente del Holocausto se estableciese definitivamente en el Levante formando el Estado actual de Israel. A pesar de este breve examen descifrar hoy lo que ocurre es complejo. Hay un componente político e histórico, como antes mencionábamos, pero hay algo más oscuro y denso todavía: una justificación divina. Por otra parte, más allá de lo dicho, cuando uno piensa en el último ataque de Hamas es difícil de procesar cómo seres que se dicen humanos actúen con semejante barbarie. Empero, el problema no radica principalmente en una disputa por una porción de tierra o por la pretensión de querer cambiar a un gobierno. No es como en el caso de la guerra en Ucrania o como una hipotética guerra entre China y Taiwán. Estas poseen justificaciones profanas. La cuestión se debe en este caso a causas mayormente religiosas. Aquí la tierra tiene una concepción de un “espacio santo”. En el caso del conflicto palestino-israelí hay una lógica de exterminar al distinto. Al infiel. Hay una exculpación theofántica. El mundo es demasiado pequeño para que coexistan ambas ideas. En el monoteísmo no hay sitio para dos Dioses Uno. Las estructuras sacramentales que se arrogan la verdad absoluta, que se sienten los únicos elegidos y, por lo tanto, no aceptan que exista el otro, que piense distinto, lo cancelan dentro del fanatismo de creerse los dueños de la salvación universal. Las guerras obedecen a muchas razones, sin embargo, las más perennes son la peleadas apelando a la hegemonía de lo sagrado, porque si creo tener al único Dios supremo de mi lado el otro siempre estará equivocado. No hay permiso ni lugar posible para el diálogo y para el disenso. En consecuencia, no se ve solución en el horizonte mientras la dialéctica sea esta. El Corán sura 2, aleya 187 dice (Traducción de Juan Vernet): “Asesinad a vuestros enemigos donde se encuentren”. La estructura es más o menos así: o el otro se convierte a mi fe, o, en su defecto, hay que matarlo.
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