Una magnífica novela de realismo social, culpa colectiva y maniqueísmo; conciencia individual y liberadora en el País Vasco de finales de los años sesenta; escrita para pedir perdón por el odio contagiado
Si esto de la literatura fuera como lo de invertir en fondos de rentabilidad variable Fernando Aramburu sería un valor seguro, de esos que nunca fallan y siempre ofrecen un alto beneficio a cambio. En su primea novela: “Fuegos con limón”, lo anticipó; y luego –y hablo de lo que yo he leído- lo confirmó con “El trompetista del Utopía” y su colección de relatos “Los peces de la amargura”. Cualquiera de esos libros de Fernando son un valor seguro en medio de la incertidumbre de la literatura variable.
Y ahora con “Años lentos” lo ha vuelto a hacer. Una novela corta que es como el vinagre; un trago agrio, ácido; metáfora y reflejo de unos años amargos; vino embotellado en casa que fermenta, se transforma y oxida expuesto al sol, la helada y la lluvia; los pasos mal dados y el viento que arrastra y hunde, los errores y sus consecuencias, la desesperación absoluta.
Una novela que reúne, en un ejercicio maestro, técnica y triunfo; forma y trasfondo en una estructura narrativa hasta hoy para mí insólita. El autor, que es el creador de la trama, le cede su sitio a un narrador que le cuenta la novela: “Yo, señor Aramburu, por las razones que usted conoce, siendo niño pasé nueve años con unos parientes míos de San Sebastián”. Y es ese narrador el que por escrito, mediante cartas o capítulos de una redacción de su puño y letra, le cuenta su versión de los hechos, sus recuerdos, la historia de su familia adoptiva durante esos decisivos años: su tío Vicente, su tía Maripuy, su primo Julen y su prima Mari Nieves. Todos con nombre propio excepto precisamente el narrador. Y Aramburu se convierte en lector, destinatario, recopilador y al mismo tiempo actor de la novela al intercalar entre los capítulos ajenos sus “Apuntes” de escritor, reflexiones, notas sobre la novela que va a escribir y que van completando la narración.
Pero de nada valdría si esa original estructura no tuviera contenido. Sería como una construcción de diseño que rompe con los moldes clásicos pero que por dentro estuviera vacía o pobremente decorada. Y dentro están los nueve años en la historia de un matrimonio y sus dos caracteres completamente opuestos: la determinación de la madre contra la apatía del padre. La hija adolescente de un “apetito sensual desapoderado” que se queda embarazada sin saber quién es el padre; y el hijo que influenciado por el cura nacionalista de la parroquia y sus delirios racistas acaba alistándose en la ETA. Y cómo esos dos hechos y sus consecuencias, cada uno por su lado, van a transformar la vida familiar. Cómo los actos brutales, las decisiones insensatas o precipitadas obligadas por la vergüenza, los convencionalismos, el pecado, la ideología, el miedo y la violencia a la larga no servirán para nada; tan sólo para, después de la soledad y el desamparo, obtener la marginación y el exilio; descubrir la desesperación y su negro agujero con sabor a vinagre.
Aramburu ha escrito una novela desgarradora y triste que en algunos momentos resulta una comedia negra de la época con un guión que hubiera podido firmar Rafael Azcona: el personaje de Chacho, o la escena de Maripuy endomingándose y limpiando la casa para cuando venga la policía a registrarla. Carcajadas entre las que se encoge el corazón. La historia de una familia de barrio obrero en el País Vasco que merece compasión y misericordia mucho antes que condena. Una novela de culpa colectiva que se deja llevar e influir por la sospecha y la murmuración, por los dogmas sagrados que –ya a finales de los 60- comenzaron a dividir a los vascos en buenos y malos. Una novela de conciencia individual necesaria, liberadora; del mal ejemplo que hace perder la fe y una bofetada sin palabras para demostrarlo; escrita para pedir –como hace el propio Aramburu en uno de sus “Apuntes”- perdón por el odio contagiado.
Fernando Aramburu. “Años lentos”. 219 páginas. Premio Tusquets de novela 2011. Colección andanzas. Tusquets editores. Barcelona, 2012.
Quien venga por vez primera, a esta ciudad de embeleso, debe tener su alma abierta sin trabas o impedimentos. Porque Córdoba es ciudad, para verla con empeño, gozando de sus callejas, jardines y monumentos. Para aspirar sus perfumes, y disfrutar del misterio, que proporcionan sus patios con mil flores de ornamento.
Dijo en cierta ocasión Albert Camus que «la tragedia de la vejez no es que seamos viejos, sino que seamos jóvenes. Dentro de este cuerpo envejecido hay un corazón curioso, hambriento, lleno de deseo como en la juventud». Quizá, esta frase del escritor, de origen argelino, sea una estupenda expresión para vislumbrar el enfoque de la novela de Domenico Starnone, El viejo en el mar.