Es sabido que los gobiernos débiles se acogen a cuestiones patrióticas cada vez que necesitan hacer vibrar un registro poco usado –o que, como las fanfarrias de un órgano, se usa sólo en las “grandes ocasiones”- del mamotreto estatal: la llamada a la bandera, a las cuestiones de honor, al prestigio, a las glorias imperiales, a la raza…etc. El almirante Leopoldo Galtieri, personaje digno de una opereta que presidió la República Argentina durante la última etapa de la dictadura militar, utilizó esta estratagema patriótica para evitar que sus compatriotas se pusieran más nerviosos de lo debido ante la catastrófica situación del país. Invadió las Malvinas, consiguió desviar la atención de las masas provocando una guerra que costó miles de muertos y sumió a la Argentina en una total bancarrota. Treinta años después otro presidente, Cristina Fernández, teóricamente demócrata, ha insinuado hace poco la conveniencia de hacer lo propio. El pretexto permanece invariable: “Malvinas, argentinas” Su ideario (por llamarlo de algún modo) es análogo al del difunto almirante: hay que conseguir a toda costa que la gente desvíe su atención de lo importante a lo nimio. Es fácil imaginar a “Torrente” – el personaje cañí creado y recreado admirablemente por Santiago Segura- acodado en la barra de un bar, apurando su enésimo botellín, con la mirada prendida en un televisor situado en un polvoriento altillo, cuando de pronto la presentadora del telediario pronuncia la palabra clave; un nombre propio que hará que muchas caras se vuelvan hacia el aparato y que, por un instante, disminuya el ruido: GIBRALTAR. Ayudada por el impagable “autocue”, la locutora añade: “La reina no asistirá a la celebración del 60 aniversario de la coronación de Isabel II de Inglaterra”…”Su viaje ha sido desaconsejado por el Gobierno debido, entre otras razones, a la reciente visita al Peñón del príncipe Eduardo, hijo menor de la soberana británica” -Eso, con dos c… ¡Gibraltar español! –exclama Torrente- Ponme otro, Julián. Mientras, el gobierno del PP se frota las manos: ha logrado desviar la atención, aunque sólo sea por un par de días, del desastre de Bankia y la amenaza del “corralito”. La prensa británica, y en general la anglosajona, se ceba en el hecho: el Gobierno español ha mezclado un añejo contencioso entre dos estados soberanos con una cuestión protocolaria, casi familiar. ¿Por qué impedir que la Reina acuda a saludar a su prima lejana y a festejar con ella su subida al trono? ¿Por una afrenta empolvada y una batalla casi perdida? Es un disparate. Una estupidez que sólo satisface a los “torrentes” y patriotas de guardarropía. Por fortuna son cada vez más los que compartimos la opinión de que sólo a través de un referéndum podría dirimirse el litigio; porque son los que habitan la tierra los únicos con derecho a decidir sobre su futuro y a qué bandera (ya que no hay otro remedio) desean pertenecer. Por eso se trata de una batalla casi perdida. Otra cuestión es si en origen se trató de una usurpación, de un allanamiento, que sí lo fue. Pero remontarse al Tratado de Utrech, firmado hace trescientos años, para reclamar soberanías perdidas o enajenadas sería tan absurdo como referirse al Código de las Siete Partidas para tratar los problemas de las autonomías. Ceuta y Melilla son tan españolas como Gibraltar es británico: o Cesar o nada. Y los que vienen con el argumento de que ya eran “plazas” españolas antes de que se formara el sultanato de Marruecos, no hacen sino valerse de un sofisma: son puntos de soberanía alejados de la metrópoli y, como ocurre con Gibraltar, sólo sus habitantes saben de dónde son y con que cultura se identifican. El Gobierno español acaba de hacer un ridículo internacional –cuando alardea tanto de la “marca España” y otras zarandajas- y a la sufrida Reina la ha dejado sin su porción de tarta de jubileo. ¡Todo un derroche! LUIS DEL PALACIO
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