Dice el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, en lo que pueda valer en esta España eternamente aspirante al idioma inglés, que la “indignación” consiste en un “enojo, ira, enfado vehemente contra una persona o contra sus actos” . Quizá no nos equivoquemos si convenimos en que esta definición resulta insuficiente, ante todo, porque no especifica las razones del enfado, enojo o ira contra aquella persona y sus acciones. Convendrán conmigo, creo, en que no todo enojo, enfado o ira, es indignación.
Para precisar más el concepto, acudiremos a un clásico entre los clásicos de la Historia de la Filosofía: Descartes y su Tratado de las Pasiones. Pues la indignación es una pasión, un sentimiento producido, para el pensador francés, por el “mal hecho por otros, no siendo contra nosotros mismos” . Cuando nosotros mismos sufrimos el mal, la indignación se convierte en ira.
No deja de ser ilustrativo, en este sentido, continuar con Descartes. Según el filósofo, la indignación suele ir acompañada de la risa, “vestirse de fiesta”, aunque esta risa “es generalmente artificial o fingida”. Ahora bien, “cuando es natural, parece provenir de que el mal que nos indigna no puede alcanzarnos” , o bien que creemos que está en nuestra mano conseguir que no nos alcance.
Específicamente hablando, Descartes define la indignación como una “especie de odio o aversión que se siente naturalmente hacia los que hacen algún mal, de cualquier naturaleza que sea”. Y, en muchas ocasiones, la indignación irá mezclada con la ira o con la piedad. Sin embargo, “solo se siente indignación contra los que hacen bien o mal a personas que no lo merecen”. Lo cual significa que la indignación va acompañada del juicio de que “nadie tiene lo que se merece”, ante todo, de que el indignado está recibiendo algún mal, en el que no tiene responsabilidad alguna, por parte de personas que gozan de bienes que no merecen ni han merecido.
Continúa nuestro filósofo: “también, en cierto modo, hacer el mal es recibirlo; por eso, algunos sienten, con la indignación, piedad, y otros tienden a la burla, según consideren de buena o mala voluntad a aquellos a quienes ven cometer faltas”. Quizá por ello, la risa de Demócrito y el llanto de Heráclito obedecían a la misma causa.
Por lo demás, como hemos anticipado, la indignación suele ir acompañada de sorpresa; “pues suponemos habitualmente que todas las cosas se harán de la manera que nosotros creemos buena. Por eso, cuando no ocurre así, nos sorprende y lo admiramos”. En fin, este sentimiento “no es tampoco incompatible con la alegría, aunque por lo general vaya unida a la tristeza”.
Finalmente, “la indignación se observa mucho más en quienes quieren parecer virtuosos que entre los que verdaderamente lo son; pues, aunque los que aman la virtud no pueden ver sin ninguna aversión los vicios de los demás, solo se apasionan contra los más grandes y extraordinarios”. Y, además, “sentir indignación por cosas que no son censurables es ser injusto, y es ser impertinente y absurdo no limitar esta pasión a las acciones de los hombres y llevarla hasta las obras de Dios o de la naturaleza” (es decir, en nuestro lenguaje, resulta absurdo indignarse contra las leyes económicas, como resultaría irrisoria una manifestación contra el virus de la gripe o contra la ley de la gravedad).
Curiosamente, termina el inventor de los ejes geométricos, las personas que enrojecen de indignación son muchos menos temibles que aquellas que palidecen por este sentimiento. Porque, “cuando una persona no puede vengarse más que con el gesto y la palabra, emplea todo su calor y toda su fuerza desde el primer momento que siente la ira, y por eso enrojece. En cambio, las que se reservan y se determinan a mayor venganza, se entristecen de pensar que se ven obligadas a ella por la acción que eles enfurece”. Por ello, se ponen pálidas.
De este modo, una vez hemos precisado el significado de la palabra, y dado que no disponga de una alternativa a la democracia parlamentaria, dado que no considero que todo debe hacerse como yo pienso que debe hacerse (porque no sé, ni puedo saber, qué es los que habría que hacer en la mayoría de los caso), porque creo que tengo mucha parte de responsabilidad en lo que me ocurre, a través de mis acciones, porque no creo, ni pienso, que el Estado tenga ni la obligación ni la potestad de entrar en mi vida ni siquiera para tratar de resolver mis problemas; por todo ello, más de un año después, puedo confirmar, y confirmo, que no soy un indignado.
¿A quién le importa?, dirán ustedes.
Pues eso.
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