Dentro de muy pocos días se sabrá el resultado definitivo de las elecciones presidenciales de la Republica Árabe de Egipto. Es de esperar que con el nombramiento del nuevo presidente se cierre el periodo de inestabilidad iniciado a comienzos de 2011 con la llamada “revolución de febrero”, que, muchos de los que a diario nos atosigan en tertulias radiofónicas o televisivas, cuando no en quebradizas columnas de diarios de papel o digitales, se han empeñado en encuadrar en el marco idílico de la “primavera árabe”. En un alarde de lo que los anglosajones denominan “wishful thinking”, olvidaron que febrero es todavía un mes del crudo invierno y que las realidades socioeconómicas de países como Marruecos, Libia, Argelia, Yemen o Egipto tienen poco o nada que ver entre sí; aunque es verdad que coinciden –y este la raíz crucial del problema- en un punto fundamental: son países musulmanes. Algo que tiene mucho más calado que, por ejemplo, definir a las naciones europeas como “cristianas”. La casi total separación entre Iglesia (o “iglesias”) y Estado es una característica muy positiva de las democracias occidentales. El laicismo que impregna las instituciones permite que no se impongan normas o preceptos derivados de un credo y que, de esta manera, no se arrincone a ningún sector de la población a causa de sus creencias religiosas o ausencia de ellas. El estado autárquico de Mohamed Reza Palhevi, el Sha del Irán, resultó a la larga preferible a lo que le sucedió: el régimen dictatorial de los ayatolas, instaurado por Jomeini hace treinta años y que aún pervive; ya que el presidente Ahmedineyad no es sino su vocero. El Sha fue un tirano no en menor medida que lo fue Jomeini, pero la diferencia radical entre uno y otro régimen radica en la capacidad de ir asimilando las ideas democráticas. El primero mostró, a pesar del carácter cuasi divino del monarca, una cierta tendencia a separar el poder político del poder religioso, lo que condujo a un relativo aperturismo; produjo un leve pero constante goteo de las ideas democráticas occidentales que fue impregnando poco a poco a la sociedad. Jomeini, por su lado, acabó con todo esto, imponiendo la Ley Islámica, la Sharia, en su versión más ortodoxa. El fenecido régimen de Hosni Mubarak fue, en cierto modo, un equivalente egipcio a lo que el régimen del Sha representó para Irán. Ambos se basaban en el poder autárquico – es decir, en lo que puede considerarse en los antípodas del sistema democrático- pero, siendo conscientes de que sólo manteniendo buenas relaciones con las potencias occidentales podrían perpetuarse en el poder, hicieron lo posible por mantener separados los asuntos religiosos de los políticos y de ofrecer una imagen al mundo de países donde ,hasta cierto punto, se respetaban los derechos de los ciudadanos (dicho con todas las reservas, desde luego) Ese equilibrio inestable se mantuvo en el País del Nilo hasta el momento en el que el presidente Mubarak, viejo y enfermo, adoptó la decisión de designar a uno de sus hijos como sucesor; siguiendo una pauta muy común en los sistemas dictatoriales (Siria sería otro ejemplo) Esta situación provocó una reacción por parte de las fuerzas opositoras tradicionales, de tendencias muy diversas y con frecuencia enfrentadas, y de un gran sector de la población que se hizo a la calle en un tour de force contra las fuerzas gubernamentales, que muy pronto tuvieron que ceder ante el desarrollo de los acontecimientos y la ausencia de apoyo por parte de los “amigos tradicionales del régimen” (EEUU a la cabeza) Asumió entonces el poder una Junta Militar cuyo objetivo, al menos en teoría, era conducir al país a unas elecciones democráticas. Sin embargo, a estas alturas, las legítimas aspiraciones de regenerar las corruptas instituciones parecen lejos de cumplirse. La presidencia de la República se ha dirimido entre dos de los peores candidatos posibles: Ahmed Shafiq, antiguo primer ministro de Mubarak, y Mohamed Mursi, representante de una facción aparentemente moderada de los Hermanos Musulmanes. El primero representa el continuismo y habría garantizado, al menos de momento, una cierta estabilidad que permitiría el resurgimiento de la industria turística, uno de los puntales de la economía egipcia. El segundo es partidario de una ruptura total con la etapa anterior y de la implantación de la Sharia. El espíritu de la plaza Tahrir, lo que animó a muchos egipcios a rebelarse contra la tiranía, parece desvanecerse. La Junta Militar cederá el poder el 1 de julio al nuevo presidente, que, en principio, no será constitucional, ya que queda por redactar una nueva Constitución y que esta sea puesta en vigor. Mientras la vapuleada situación económica de Europa llena las páginas de los periódicos y acapara los titulares de los noticiarios internacionales, la situación egipcia parece haber pasado a un segundo plano. Pero conviene tener presente que una buena parte del futuro equilibrio político en Oriente Medio, depende de cómo evolucionen a partir de ahora las relaciones entre Egipto e Israel, caracterizadas por la moderación durante la larga etapa de Mubarak. Y eso también nos afectará a todos.
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