Filmar "un peliculón" apelando a los clásicos desde lo contemporáneo o explorar la puesta en escena, la narrativa y el montaje para trascender, inspiración o trabajo duro mediante, la categoría de película a la de obra artística.
De las películas que compiten en Sección Oficial en el Festival de Sitges, se puede decir que una buen porcentaje invoca al "peliculón", aunque sea en aspiraciones más que en resultados. Tras otra porción del pastel de entretenimiento salvaje y evisceración compulsiva, queda un pequeño espacio para el cine de autor fantástico que, en otras ediciones, ha dejado lisergias indescriptibles como Holly Motors (Leos Carax) o experiencias vibrantes y desconcertantes como Cemetery of Splendour (Apichatpong Weerasethakul).
Este año, por el momento, cabe destacar entre ese cine A ghost story (David Lowery) y The killing of a sacred deer (Yorgos Lanthimos). Ninguna de las dos se sitúa en una vanguardia real de riesgo categórico, pero ambas caminan por una línea difícil para sus realizadores, que separa lo trascendente de lo ridículo o lo profundo de lo cursi.
Cursi podría haber sido A ghost story con tan solo una pizca más de recreación a lo Terrence Malick en las carantoñas y desavenencias entre Cassey Affleck y Rooney Mara. Pero esta historia sobre la pérdida en el seno de la pareja no teme al tiempo muerto ni al silencio en la imagen, lo que le permite liberarse de la necesidad de encandilar al espectador con el perfume de cine formulario estilo Sundance y supurar, en su lugar, una tristeza de calado alejada de la pose.
La trama gira en torno a la muerte de Affleck en un accidente de coche y su despertar como fantasma de sábana blanca. No estamos en el género de la broma trascendental, por si a alguien le ha venido a la cabeza Finisterrae, de Sergio Caballero, y sus fantasmas deambulatorios. Sí en el drama íntimo que utiliza el humor como contrapeso y que con la elección del fantasma icónico, clásico, pone sobre la mesa su autoconciencia como película reflexiva sobre el género de fantasmas, desde fuera del género. Aquí los fenómenos sobrenaturales transcurren lejos del cine de terror, cerca del vacío nostálgico en el que habita distante ese observador blanco con dos rendijas por ojos. La figura del fantasma se dibuja como símbolo de la necesidad de permanencia tras la muerte, de negación de la desaparición y el olvido, entreverada de la espesura del amor como intangible que sobrevive en los espacios a través del tiempo, atrapando en el limbo a sus fieles.
Quizás ése es el mayor acierto de A ghost story: su voluntad de ir más allá de la historia íntima, hacia la universal —cósmica, en la película—, a través de la narrativa transtemporal que sigue el rastro histórico de la construcción de la casa en un contexto de conflicto violento hasta su reconversión en gélido edificio de grandes oficinas, en donde no hay lugar para las presencias invisibles del misterio.
También el misterio se encuentra en el centro de The killing of a sacred deer. En este caso, es un cirujano y padre de familia (Colin Farrell) y su mujer (Nicole Kidman), quienes tendrán que enfrentarse a un joven que se revela como fuerza del mal puro, cuyo poder está más allá de la lógica científica. Ecos de los personajes perversos y ominpotentes que controlaban hasta la imagen de sus capturados en Funny Games de Michael Haneke, con la culpa (en Haneke burguesa, aquí profesional pero con salpicaduras de clase) como terreno fertilizado para la tragedia.
Clima tóxico, aire entre grandilocuente (grandes angulares por doquier) y analítico (primeros planos incisivos) para imágenes con poso pero sin hondura. Lanthimos está interesado en contar lo peor del ser humano. Y eso es de agradecer. Cuando esa narrativa de la crueldad, la cobardía y el miedo dibujan, como en Bergman, la complejidad de lo humano y no se recrean en su mediocridad de salón.
En Canino, Lanthimos epató con una historia sobre la familia como núcleo del horror, pero ya allí se apuntaba un gusto por la presentación y representación de las situaciones terribles más que por su comprensión.
Es una fina línea la que separa aquello que atraviesa el espíritu de aquello que produce en él una mueca de mero asco o una contracción.
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