Escribe Aristóteles, en su obra siempre grande “La Retórica”, que solo existen, y que de hecho existen, tres causas por las que pueden hacerse persuasivos, para su auditorio, aquellos que hablan en público; y su importancia alcanza tal grado de magnitud, que nuestro convencimiento depende de ellas mucho más que de las demostraciones que propongan los oradores.
Del mismo modo, cuando los que hablan en público tratando de decir algo, principalmente los políticos, pretenden engañarnos, o mienten en lo que dicen, siempre tratan de simular la posesión de alguna de estas tres cualidades, o, si resulta posible, de todas ellas.
Las tres causas de las que habla Aristóteles, los tres factores que nos presentan como persuasivo a un orador, son las siguientes: la sensatez, la virtud y la benevolencia. O, respectivamente según traducción más apropiada a nuestros tiempos: la prudencia, la nobleza y el respeto.
La virtud de la sensatez, o la prudencia, consiste en la capacidad de decidir lo mejor en cada caso determinado: la habilidad (y la voluntad) para aplicar las reglas generales de lo mejor a los casos particulares. En el caso de los gobernantes, o de los que aspiran a serlo, la prudencia implica una “capacidad grande de realizar obras”, es decir, de cumplir con sus responsabilidades.
En cuanto a la nobleza, que es la virtud propiamente dicha, la virtud por antonomasia, consiste en poseer la virtud de la prudencia, de la sabiduría, y mostrarla en cualquier circunstancia, independientemente de las consecuencias. Se trata, pues, de que la virtud del orador se sitúe por encima del orador mismo e, incluso, por encima de la causa que defiende.
En tercer lugar, la benevolencia se refiere, en este contexto, a la tolerancia y al respeto hacia el auditorio, que ha de mostrar todo aquel que se dirige a un público, y mucho más si se dirige a ciudadanos en su condición de gobernante. El orador debe ser leal a su auditorio si quiere que el auditorio, a su vez, le preste lealtad. Eminentemente, será más cierto cuando tratamos de cuestiones políticas que afectan directamente a “la paz y la guerra”; aunque sea a la paz y a la guerra de cada día.
De aquí, nos dirá Aristóteles, que cuando los oradores engañan, se deba a todas estas causas, o a alguna de ellas: “porque, o bien por insensatez no tienen una recta opinión, o bien, opinando rectamente, callan por malicia su parecer, o bien son sensatos y honrados, pero no benevolentes, por lo cual, aun conociendo lo que es mejor, sucede que no lo aconsejan”.
Y, de aquí, que Don Mariano Rajoy, siguiendo las reglas de la retórica aristotélica de hace dos milenios y medio, no resulte creíble ni, mucho menos, persuasivo: porque no es, ni parece, prudente (sus medidas no tienen criterio; ni siquiera pueden ser buenas o malas en bloque); no ha sido noble (calló lo que pensaba cuando las circunstancia políticas se lo desaconsejaron) y, finalmente, no ha mostrado benevolencia (ha faltado al respeto a su auditorio, pidiéndole sacrificios mientras aúno no se ha cerrado el plazo de una amnistía fiscal y, por los demás, no se ha tocado un pelo del “modelo” autonómico).
Por estas razones, y por muchas más que no caben en la filosofía griega, podemos colegir la estatura política de nuestro presidente.
Y por estas razones, y algunas otras también presentes en la filosofía griega, este que escribe escuchará siempre todo los que tenga que decir, o leerá siempre todo lo que tenga que escribir, Don Julio Anguita, aunque esté en desacuerdo con él. Porque tuvo y tiene sabiduría, porque ha demostrado la nobleza y la honradez de exponer sus opiniones cuando las circunstancias lo desaconsejaban y, sobre todo, y antes que nada, porque nunca faltó al respeto a su auditorio (el que le había votado y el que no lo había hecho), tomándolo por idiota.
Aunque su auditorio, muchas veces, lo mereciera.
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