Hubo un tiempo de la atribulada historia española –hablo de hace más o menos ochenta años- en que lo que iba sucediendo y configurando paso a paso, peldaño a peldaño, la realidad del momento, contaba con unos fieles seguidores que no sólo actuaban como cronistas o pacientes amanuenses, sino que eran capaces de interpretarla, de “dar su versión” e incluso de influir con su palabra en la marcha de los acontecimientos. Todo el primer tercio del siglo XX fue fecundo en intelectuales que trataron de hacer inteligible la situación social y política de nuestro país, siempre tan compleja. Sus planteamientos, influidos por sus orígenes ideológicos, filosóficos e incluso religiosos, fueron muy diversos. Sus conclusiones también lo fueron, aunque el denominador común a todos ellos era su profundo amor a España, proclamado, sin ambages, en cada línea que escribieron.
Unamuno, Ortega, Maeztu, Pérez de Ayala, Marañón, Besteiro, Madariaga, Campoamor son, a vuelapluma, algunos de los nombres que, no sólo influyeron en la realidad española de aquellos decenios decisivos, sino que trataron de dignificarla. Todos ellos estuvieron, empleando un término algo manido pero aún así adecuado, “comprometidos” con el decurso de la historia que les tocó vivir. Algunos pagaron cara su honradez, el “haber tomado partido hasta mancharse”, parafraseando el famoso poema de Gabriel Celaya.
A Unamuno le costó un largo exilio su oposición frontal a la Dictadura de Primo de Rivera y sus críticas a Alfonso XIII por haberla aceptado. Él, junto a Ortega y Gasset, Marañón y algunos otros conformaron la plataforma intelectual de la que emanaría la II República, una experiencia breve y fallida de la que irían apartándose ante la radicalización que convirtió a la “cosa pública” en un letal polvorín que estallaría en julio de 1936.
Maeztu fue asesinado a comienzos de la Guerra Civil, siendo su “delito” el haber defendido una postura católica y conservadora. Ortega emprendería un largo exilio; tras haber compendiado, en lo que apenas era una frase, su rechazo ante el camino sin retorno que había tomado la República: “No es eso, no es eso”. Los famosos “folletones” del diario El Sol, en los que solía publicar sus artículos, enmudecieron para siempre. Besteiro moriría en la cárcel poco tiempo después de terminada la guerra. En este caso el “delito” fue la defensa gallarda de sus ideas socialistas.
España, con la muerte o el exilio de aquellos hombres y algunas significativas mujeres, quedó yerma durante un largo periodo de aquellas voces que procuraron, con su mejor voluntad y el apoyo de su cultura e inteligencia, interpretar lo que pasaba y por qué pasaba. Muchas –las de Unamuno, Maeztu, Besteiro y otros- nunca volverían a escucharse. Otras –las de Ortega y Marañón, por ejemplo- sonarían después condicionadas, atemperadas por la nueva situación. Nunca volverían a ser las de antaño.
¿Y después?
Mucho se ha repetido que el régimen franquista impidió con su férrea censura que hubiera voces disidentes. En parte, es verdad; aunque hubo notables excepciones, como la de Julián Marías –alumno predilecto de Ortega- que aprendió a convivir con un régimen que detestaba y, sin embargo, siguió hablando y escribiendo desde una postura crítica a la que nunca renunció.
Habría que preguntarse por qué, tras casi cuarenta años en los que España goza de una plena libertad de expresión, apenas hayan surgido voces como aquellas.
Entre tanto vocerío faltan las voces de los intelectuales ¿De qué o de quiénes se esconden? ¿O es que acaso no existen? ¿O es que prefieren convivir con los políticos que los amamantan?
Sólo una, la de nuestro auténtico “viejo profesor”, José Luis Sampedro, continuador de la mejor tradición de disidentes y pensadores libres (y no he dicho “librepensadores”) es la que aún se escucha enérgica y clarividente. Pero… ¿por cuánto tiempo?
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