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Spanish Exhibition

Tras visitar algunas de las más bellas ciudades de Europa he vuelto a darme de bruces con la horrenda realidad que me circunda
Carlos Salas González
viernes, 17 de agosto de 2012, 07:54 h (CET)
Me ha bastado un simple paseo por la orilla del mar para efectuar el aterrizaje estético del que les quiero hablar. Estamos a mediados de agosto y el gentío se ha apoderado de La Manga del Mar Menor. Después de admirar La adoración del cordero místico de los hermanos Van Eyck, La lechera de Vermeer, La ronda de noche de Rembrandt o El imperio de la luz de Magritte -entre otras obras maestras holandesas y flamencas- mis malacostumbrados ojos se han topado, sin comérselo ni bebérselo, con una espontánea exposición de tatuajes en primera línea de playa. La verdad sea dicha, la cantidad llegó a abrumarme. No obstante, la variedad de propuestas estéticas resultaba más bien exigua. Es más, me atrevería a decir que todas aquellas obras pertenecían a un mismo autor, o en todo caso, a una misma escuela. Bien podría tratarse del Maestro de la estrella ninja sobre el hombro izquierdo del palurdo, o del Maestro del diablillo sobre la nalga derecha de la palurda. Ambos son insignes representantes de la escuela manguera. Y es que no hay palurdo sin su tatuaje ni tatuaje sin su palurdo. ¿Tanto monta? Salvo honrosas excepciones, parece ser así. Olvidan éstos, además, que el tatuaje es la única disciplina artística en la que el soporte termina siendo más importante que la obra en sí. De tal suerte que aquellas figuras y formas, aún en los casos en que la pericia del artista tatuador alcanza sus más altas cotas, languidecen en ese lodazal estético que conforman los cuerpos de sus portadores. Pero claro, ellos lo que pretenden es emular a sus ídolos sea como sea, aún a riesgo de hacer el ridículo. A las estrellas de la Liga o de la llamada ¨Roja¨, en el caso de los agrestes hijos de Adán, y a las concursantes del reality de moda o a la Belén Esteban de turno, en el de las hijas campestres de Eva.

Pero todavía uno, que pese a todo es optimista, piensa que al llegar a casa y desprenderse del bañador o del biquini la cosa cambiará de cariz. Pues no señor. El cazurro lo es las veinticuatro horas del día. Al igual que el tonto, no descansa. Ejerce hasta durmiendo. Bajo el techo protector del hogar se pasará la jornada veraniega babeando frente al televisor: ante cualquier tipo de transmisión deportiva, si se trata de un Jonhatan, o mientras emiten la enésima edición de la peor crónica rosa, si es una Vanessa. Y si alguno de ellos rompe a leer, no se preocupe. En sus rústicas manos jamás caerá ningún ejemplar cuya primera edición vaya más allá del siglo XXI. Tranquilos. Ellos saciarán su apetito lector con el Marca o la última sinvergonzonada de Dan Brown, mientras ellas harán lo propio con el Pronto o alguna mamarrachada de Federico Moccia. Y Cervantes y Lope y Galdós y Machado, pues para los ratones de biblioteca. Y Velázquez y Goya y Picasso y Dalí, pues para los turistas. Que aquí lo que nos va es el deporte y la telemierda. Y los tatuajes, por supuesto.

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