A día de hoy, la gran mayoría de los españoles, desesperados ya de la capacidad y competencia de nuestros catastróficos gobernantes, espera con anhelo el rescate financiero que está a punto de llegar para nuestro país. Quizá, de este modo, nos gobierne alguien con un mínimo de solvencia política, aunque sea desde fuera de España.
Conviene, digo yo, en este punto, recordar la fábula que un poeta contó a sus conciudadanos cuando estos esperaban un rescate, anhelaban un rescate. En aquel tiempo de guerra continua, en la Grecia del siglo VI antes de Cristo, los ciudadanos de la ciudad helena de Hímera eligieron democráticamente al tirano de otra ciudad, Agrigento, como estratega con plenos poderes. Se trataba de ofrecer a un general de probada reputación militar la responsabilidad de la defensa de esta urbe frente a los continuos ataques de sus vecinos.
El general, llamada Fálaris, Falárides u Fulárides, según la versión, solicitó a la ciudad una “guardia personal”, para poder cumplir con el cometido que se le asignaba, es decir, un pequeño ejército a su mando directo. Comoquiera que el estratega aun respondía ante la asamblea democrática de Hímera, el poeta Estesícoro se dirigió a sus conciudadanos por medio de la siguiente fábula.
Hubo una vez un caballo que disponía, en exclusiva, de un prado completo para su pasto. Diríase, hoy, que ele caballo era soberano en su prado. En esto, “sobrevino” una crisis en forma de ciervo, que robaba el pasto y perjudicaba la alimentación del equino, pues le hacía más difícil encontrarlo. Diríase hoy, sí, que el ciervo elevaba la prima de riesgo del pasto para el caballo.
En fin, el jamelgo, viéndose incapaz de librarse por sus propios medios de un ciervo tan bien astado como aquel, acudió al hombre en busca de ayuda para recuperar su pasto. (Esto no lo dice la fábula, pero es seguro que el caballo aseguró al hombre que toda la responsabilidad estaba en su caballo antecesor, que no supo cuidar del pasto).
El hombre le concedió su ayuda, pero, a cambio, le impuso ciertas “condiciones”: el penco debía aceptar las bridas, la montura y el freno, y, además, tenía que dejarse montar por el hombre para que éste, así, pudiera portar las armas necesarias para atacar al ciervo.
El acuerdo se cerró y el hombre embridó al caballo; y montó sobre él. No sabemos si consiguieron librarse del ciervo; pero lo cierto es que, desde entonces, el caballo, como precio por su pasto, se convirtió en esclavo del hombre.
Cuenta la leyenda que estas razones persuadieron a los ciudadanos de Hímera, que decidieron no admitir más al tirano de Agrigento. Eran otros tiempos: tanto hemos avanzado desde entonces que, hoy, nosotros, no podemos decidir si aceptamos que nos pongan las bridas y el freno. Y que nos monten.
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