Será casualidad que cualquiera de los tres escenarios posibles para asentar esa laureada abominación conocida como Eurovegas se parezca, en cierto modo, al desierto de Nevada, lugar de origen de la “alien madre”, en recuerdo de aquel monstruo del cine que engendraba criaturas letales, ávidas de zamparse humanos perdidos por los espacios siderales. Y aunque, en este caso, se trate de engullir conciencias, de vender lo que es malo como bueno, de tratar una vez más de que comulguemos con ruedas de molino, no es menos verdad que un cierto papanatismo celtibérico contribuye a que algunos aplaudan aquello que, de no tener el magín adormecido, les debería provocar vómitos.
Esperanza Aguirre, ese dechado de virtudes cívicas, es la principal valedora del engendro. Según Su Señoría, eminentísima o lo que pretenda ser, la inversión es “desde todo punto de vista” deseable porque, entre otras cosas maravillosas, creará… ¡unos 230.000 puestos de trabajo! ¡Agárrense!
Eso a uno, a quien le funciona bastante bien la memoria a largo plazo, le recuerda a aquello de crear en cuatro años 800.000 puestos de trabajo. Promesa que hizo Alfonso Guerra –Demagogo Mayor del Reino, pero con más gracia que Aguirre- poco antes de las elecciones que ganaría el PSOE, en 1982.
En política lo que se percibe –lo que el ciudadano llega alguna vez a saber- equivale a la parte visible de un iceberg; es decir, como mucho una cuarta parte de lo que hay en realidad. Y en este caso resulta sorprendente que esa moralina tan común entre los que nos gobiernan, no haya actuado como parapeto, por lo menos teórico, ante una iniciativa que, a la larga y ojalá me equivoque, colocará a Madrid entre una de las capitales europeas con mayor índice de “delincuencia especializada”. Me refiero a la que surge alrededor del juego a gran escala: blanqueo de dinero, extorsión, drogas, trata de blancas (y de otros colores), mafias…
Las Vegas y su futuro monstruito, Eurovegas, no atraen a aquellos melancólicos aristócratas huidos de la Revolución Rusa, artistas de cine más o menos tronados y magnates aburridos que poblaban las salas de juego de Baden-Baden, St. Moritz o Montecarlo durante el periodo de entreguerras, sino a todo tipo de pájaros de mal agüero, canallas y, desde luego, bobos internacionales que fantasean con ser los reyes del manbo jugándose el sueldo en las tragaperras.
Pero eso no es todo. Ni siquiera lo peor
Mientras las bibliotecas de la Comunidad de Madrid languidecen y no cuentan con presupuesto para, por ejemplo, organizar actividades culturales, Esperanza elevó la matanza de un toro en el ruedo a la categoría de “bien de interés cultural”. Ignoro si el espaldarazo llevaba incluido algún tipo de subvención; pero no me extrañaría. La idea que la Presidenta de la Comunidad de Madrid tiene de la cultura es equivalente a la que tiene sobre el progreso: carece de ambas. Desde su elevada atalaya contempla complacida cómo España sigue contentándose con ser “un baile de criadas y de horteras”, un país de camareros, desestructuradores de tortillas de patata, siesta (palabra internacional), sueldos lamentables, sangría, fiestas populares y, ahora, croupiers.
A Adelson –pariente ideológico de Lucky Luciano- deberían habérsele exigido las mayores garantías de lo que suele entenderse por “buena praxis empresarial”. Y, de no ser capaz de aportarlas, ¡aire!. O, como dicen últimamente, ¡puerta! Sin embargo, nos ha tenido en vilo casi tres meses y, por fin, el viejo zorro ha optado, cómo no, por el país más dúctil (y maleable) para invertir en un negocio al que sólo aportará el 30 % del capital.
En esta imparable carrera en pos del modelo yanki (versión más cutre si cabe) no sería de extrañar que los cejijuntos admiradores del “tea party” acaben abogando por la libre adquisición de armas de fuego. Todo se andará.
Pero de momento nos contentaremos con la navaja cachicuerna y con lancear el año que viene a otro toro en Tordesillas.
Todo sea por hacer valer la “marca España”, crear empleo y promocionar la cultura.
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