Según reza una famosa fábula del filósofo alemán Athur Schopenhauer, había una vez un grupo de erizos que, en un frío día de invierno, se apretó, animal contra animal, para protegerse del frío, compartiendo el calor corporal.
Como pueden imaginar, cuando se apretaban unos contra otros, sentían las espinas de cada uno; y el dolor obligaba a los puercoespines a alejarse de sus congéneres de nuevo. Pero, inmediatamente, volvía el frío y la necesidad de calor los obligaba a juntarse de nuevo.
Y así, sucesivamente, se repetía la desdicha de las espinas, de modo que los erizos se movían de acá para allá entre dos males, hasta que por fin encontraron una distancia moderada en la que tanto el dolor de las púas como el frío intenso resultaban soportables.
Incapaces de renunciar a nuestras espinas, interpreta R. Bodei, quizá porque, sin nuestras espinas, los hombres nos sentimos más vulnerables, así también, estamos condenados a la posición intermedia propia de los erizos, a la “tierra de frontera entre la soledad y la comunidad”.
Condenados a vivir sobre míseros compromisos entre el frío de la lejanía y el dolor de la aceptación del otro; entre la espada de la muerte por congelación y la pared de la guerra de todos contra todos: así, los hombres quedamos en la tierra de nadie de una soportable infelicidad o de una felicidad ficticia.
En fin, el propio Schopenhauer termina:“’Ni amar ni odiar’ contiene la mitad de la sabiduría; ‘no decir nada y no creer en nada’ contiene la otra mitad. Desde luego, a un mundo que hace necesarias tales reglas, se le da la espalda con gusto”.
Se refiera ese “mundo”, añadimos nosotros, a las relaciones personales, al entorno laboral, al marco electoral, al Estado Español o a la Unión Europea. A cualquier entorno que no merezca la pena.
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