A una semana de la muerte de Santiago Carrillo y dichas todas, o casi todas las tonterías habidas y por haber sobre el viejo líder comunista, me parece interesante comentar una de las pocas reflexiones necrológicas inteligentes que he escuchado en los últimos siete días. Fue la que hizo María Antonia Iglesias en el programa “El Gran Debate”, de Telecinco, el pasado sábado.
La periodista fue entrevistada por Jordi… en Orense, donde se recupera de una seria enfermedad. Lamentaba que, dadas las circunstancias en las que se halla en la actualidad, le hubiera sido imposible acudir a la capilla ardiente que se instaló en la sede de CCOO, en Madrid, para dar un abrazo a la familia del difunto y encontrarse con muchos amigos y correligionarios. Habló de su larga amistad con Carrillo e hizo hincapié en su admiración por el personaje. Resaltó su inteligencia, su fino instinto político y una indudable facultad para adaptarse a la realidad y hacer evolucionar sus posiciones radicales hacia otras mucho más moderadas; cosa que muchos leales al Komitern nunca le perdonaron.
Añadió dos cosas que me parecieron fundamentales: la primera fue que sin Carrillo la Transición pacífica hacia la democracia habría sido imposible o, por lo menos, muy difícil. La segunda, especialmente significativa tratándose de una vieja amiga del político, era que su participación o aquiescencia en las matanzas de Paracuellos del Jarama ofrecía muy pocas dudas.
No es mi intención en esta columna la de dar mi opinión –que la tengo- sobre Carrillo. Algunos de los que lo denuestan –Pio Moa, Jiménez Losantos, Sánchez Dragó- que, curiosamente, son antiguos comunistas, sólo contribuyen a engrandecer su figura.
No fue un héroe y tampoco un villano en estado puro, como algunos se han empeñado en demostrar. Es comprensible la animadversión de muchos que sufrieron las consecuencias de la barbarie de Paracuellos. Hace más de veinte años, el historiador Ricardo de la Cierva, cuyo padre fue asesinado en una de las famosas “sacas” que tuvieron lugar durante el otoño de 1936, aportó su visión en un libro que tituló “Carrillo miente”. No intentó disimular su comprensible parcialidad en un asunto que tan de cerca le tocaba. Y, sin embargo, la posterior declasificación de determinados documentos secretos no han hecho sino apuntalar la tesis de que el político asturiano fue responsable teórico de aquel genocidio.
Con todo, creo que lo que un ser humano haga o piense a los veintiún años –esa era la edad de Carrillo al comienzo de la Guerra Civil- no tiene por qué corresponder a lo que esa misma persona haga, sienta o piense en su madurez y en su vejez.
Quiero imaginar que muchos fantasmas lo habrán perseguido a lo largo de su vida. También que ha tenido tiempo de sobra de arrepentirse. Puede entenderse –desde el punto de vista de la debilidad humana- que jamás admitiera su participación en aquellos crímenes. Aunque no hubiera podido ser juzgado -amparado por una Ley de Amnistía a la que, paradójicamente, él mismo no fue fiel cuando apoyó la zapateril Ley de Memoria Histórica- su nombre se habría inscrito entre los villanos de la Historia reciente, junto a Beria, su amigo Ceaucescu y muchos otros.
Me quedo con aquel anciano amable, de hablar pausado, cuyos dedos sarmentosos sostenían un sempiterno pitillo del que daba profundas caladas, marcando un compás de silencio, entre comentario y comentario. Porque Carrillo, desde que abandonara la política activa, se dedicó a comentar, con inteligencia y sentido del humor, sobre casi todo.
No creo que se merezca una calle en Madrid más que Fraga, al que se le negó. Ambos han muerto con diferencia de unos pocos meses. Y no fueron amigos –eso era imposible- pero tuvieron ese entendimiento que se da entre personas inteligentes
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