Aseguraba Eduardo Noriega en una reciente entrevista televisiva que El Método, la coproducción hispano-italoargentina de Marcelo Piñeyro, basada en la célebre pieza teatral de Jordi Galceran, el Método Grönholm, era una película de guión más que de actores. El antipático intérprete no se equivocaba, pero que el film que protagoniza se articule en torno al guión, tiene un lado positivo y uno negativo. El lado positivo es que de esta forma resulta viable para el espectador medio ir a ver una película no realizada en Hollywood y, al menos, entretenerse, (en El Método hay suspense, giros de guión, escenas escabrosas de sexo, y suficientes ingredientes salpimentadores del interés como para mantener viva la atención del público a lo largo de toda la proyección). El lado negativo, por su parte, viene dado por el hecho de que esa dependencia excesiva del libreto, deja con el culo al aire a la película en los momentos en que todo el peso de la narración recae sobre sus actores.
Y ocurre así porque el casting es uno de los más irregulares que he visto en los últimos años. Por un lado tenemos a Eduardo Noriega, un tipo que apenas logra vocalizar y que confunde la contención con el hieratismo, a Najwa Nimri, que basa sus interpretaciones en poner caras supuestamente misteriosas y voces sibilantes, a Natalia Verbeke, muy guapa pero inoperante, y a su amigo Héctor Alterio, todo un maestro en el arte de ocultar sus deficiencias como actor mediante retahílas redundantes de tics nerviosos y gestos histriónicos; y por otro, tenemos al mejor actor del cine Español actual, Eduard Fernández, soberbio en su papel de macho ibérico rapaz, al prometedor y sobrado de recursos Pablo Echarri , y a un cada vez más interesante Carmelo Gómez, quien da la impresión de haber franqueado esa delgada línea roja que separa a los actorzuelos veleidosos de las verdaderas estrellas y que, como decía Trueba de Resines, ha adquirido con el tiempo cara de cine clásico. El combate es desigual por naturaleza, pero es que además, Piñeyro ha tenido la fatal ocurrencia de otorgar un protagonismo preponderante a aquellos intérpretes más flojos, con lo cual la película termina resintiéndose de esa falta de personalidad tan característica del cine Español (y también de los equipos deportivos nacionales) aún a pesar de la originalidad de sus planteamientos.
Con todo, si uno hace caso omiso de estos matices interpretativos, de la unidimensionalidad manifiesta en la construcción de algún que otro personaje y de ciertos excesos de guión, disfrutará de una de las películas más absorbentes en cartel y, al mismo tiempo, podrá admirar la labor de un Marcelo Piñeyro que, sin ser el Sydney Lumet de Doce Hombres Sin Piedad, ha demostrado que la puesta en escena de libretos lastrados por la unidad espacial de sus orígenes teatrales, puede ser fluida al tiempo que sobria y coherente. Todo un mérito que ya quisieran para sí otros oscarizados directores...
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