Hay varias teorías que se han convertido en dogmas de fe, pero solo presentan cientos de pruebas fehacientes. Sin embargo, el devenir de la Historia sustituye estas teorías —¿estos dogmas?— por otras teorías.
Ayer me acosté con la noticia de que se ha hallado en el Monte Carmelo (Israel) el fósil humano más antiguo. Irremediablemente, cuando lo oí, recordé a Lucy: ese primer vestigio de vida humana encontrado en Etiopía al son de la conocida canción de los Beatles. Recordé las teorías que me explicaban el desarrollo del Homo sapiens, pues éstas entran en contradicción con este nuevo descubrimiento. Según varios estudiosos, el éxodo de África y la conquista del mundo por el Homo sapiens se retrasa en, al menos, cincuenta mil años.
Igual que esta teoría, ¿cuántas teorías permanecen inalterables e impertérritas y las entendemos como dogmas de fe? La lista es extensa. Tal vez, comienza con la sacrosanta teoría de la evolución y culmina con la teoría política de que la democracia es el mejor sistema existente. Empero, en un futuro, quizás en miles de años, algún científico labrará una nueva hipótesis que explique cómo brotó todo, y aparque a la evolución. O, acaso, ¿no habrá alguna vez un pensador que diseñe un sistema político que juzgue más beneficioso para el común de los humanos?
La peor amenaza de la ciencia es la arrogancia de convertir en dogmas de fe teorías científicas que, precisamente, rehúyen de los dogmatismos. Las teorías científicas se cimentan en base a debates, pruebas y argumentos; nada de explicaciones sencillas y breves: nada de teorías eternas grabadas en preceptos. No obstante, muchas veces, nos hemos convertido en correligionarios de estas teorías, a las que defendemos como aguerridos cruzados, tratando de hacer proselitismo entre nuestros conocidos —a veces pocos conocidos— que osan poner en duda la teoría/dogma.
Ayer, desempolvé una olvidada lección. Gracias, querido o querida homo sapiens que olvidaste tu mandíbula en el Monte Carmelo. Mientras tanto, brindemos por la ciencia y sus avances; brindemos por sumergir nuestras certezas en el constante movimiento del conocimiento; brindemos por cambiar el dogma por la teoría y entender a la teoría como teoría.
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