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La cuestión de la corrupción política ha sido puesta en los últimos tiempos en el centro de los debates y en las portadas de los periódicos de todo el mundo, con la esperable excepción de los de mayor tirada en nuestro país, que sólo observan los hechos de corrupción estatal, siempre y cuando provengan de un determinado cuadrante político.
“En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”.La definición jurídica de genocidio adoptada en este caso ha sido objeto de numerosas y justificadas críticas vinculadas generalmente a la excesiva rigidez de la caracterización, que exige un singular elemento subjetivo del injusto, consistente en una intencionalidad destructiva explícita en el autor y que, al propio tiempo, excluye como víctimas probables de genocidio, entre otros, a los grupos políticos.De todas maneras, esta distinción no necesariamente debería aplicarse para delimitar lo que ocurre en Gaza. Pasa que, durante la modernidad, el genocidio tiene -según el autor al que recurrimos- características precisas que lo diferencias de las grandes masacres cometidas en tiempos pretéritos.
La humanidad ha ingresado en una suerte de dramática cuenta regresiva. Ratificando aquella valoración geopolítica categórica de Henry Kissinger, el epicentro de lo que puede ser el más devastador conflicto armado entre los hombres puede precipitarse en Eurasia por su importancia infinita. Quien domine a Eurasia dominará al mundo, solía decirse.
En la historia de Estados Unidos, cuatro presidentes han sido asesinados. El atentado contra Donald Trump, a pocos meses de las elecciones generales remite a ciertas peofundidades oscuras, opacas, que empalidecen a las democracias occidentales, comenzando por su potencia emblemática.
“Me llamo Jean Luc Mélenchon, nací el 19 de agosto de 1951 en Tánger. No he heredado un castillo ni un partido político de mi padre. No tengo coche ni chófer. No he empleado a ningún miembro de mi familia y ninguno de mis consejeros tiene una cuenta en Suiza". Así se definía el referente de la izquierda democrática francesa en su propio sitio electrónico, en la previa de las elecciones de 2018. El mismo que el domingo pasado acaba de imponerse en los comicios generales galos.
Los países más poderosos de Europa y los dirigentes más encumbrados de Estados Unidos, casi al unísono, han hecho pública su tesis en el sentido de que Ucrania tendría derecho a atacar los territorios rusos desde donde proviene el machacar mortífero de la artillería enemiga.
Gilbert Keith Chesterton, el escritor y filósofo que a principios del siglo XX era conocido como “El príncipe de las paradojas”, ensayó 17 profecías que se cumplieron. Chesterton es recordado por sus decisivos aportes literarios, pero también por ser uno de los más grandes “avisadores de incendios”, aquella categoría de Walter Benjamin que tanto echamos de menos, justamente porque alentó una nueva comprensión de la historia humana.
En los principales medios del país, se reiteran las más diversas interpretaciones sobre el artículo “Trump, los medios y la “banalidad de la locura”, que la periodista Gail Scriven escribiera, al parecer, para el diario La Nación. El texto hace hincapié en las extravagancias de personajes como Trump y Milei, sobre todo a partir del histórico papelón que el presidente argentino decidió protagonizar ante la parcialidad complaciente de la ultraderecha española.
Algo ocurre con la salud de las democracias en el mundo. Hasta hace pocas décadas, el prestigio de las democracias establecía límites políticos y éticos y articulaba las formas de convivencia entre estados y entre los propios sujetos. Reglas comunes que adquirían vigencia por imperio de lo consuetudinario y de los grandes edificios jurídicos y filosófico político y que se valoraban positivamente en todo el mundo, al que denominábamos presuntuosamente “libre”.
Hoy comienzan las elecciones en la India. Están habilitados para votar más de 960 millones de habitantes en comicios de formato singular que van a durar 44 días. El país encarna la mayor democracia del mundo y, a diferencia de lo que suele acontecer en occidente, se espera un incremento del número de ciudadanos que acudan a las urnas.
La vejez no es deseable, pero sí lo es, en cambio, conservar intactas las pasiones y el deseo durante la adultez. Diría incluso que es ésta una de las formas existenciales más elevadas de transcurrir saludablemente lo inexorable. Esto es, obviamente, una conjetura. Una hipótesis necesaria ante la escasa predisposición histórica de pensar filosóficamente la vejez.
Hay algo de lo que muy poco se habla en la política argentina. La irrupción de Milei en ese ágora parece haber frenado una dinámica histórica, casi inmemorial en la forma de hacer política. Más allá de las diferencias, las reyertas y hasta los agravios, la política terminó, siempre, posibilitando las negociaciones, los consensos de mayor o menor cristalinidad y en ese marco que admitía un adentro casi coloquial y un afuera políticamente suburbano.
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