«La actividad más elevada que puede alcanzar un ser humano es aprender a comprender, porque comprender es ser libre», (Baruch Spinoza).
Con su proverbial generosidad, Enrique Dussel se apoyaba en Paulo Freire para explicar lo que él mismo denominaba “colonización epistemológica”. De esta manera se refería a los sistemas pedagógicos que se transforman en contenidos de enseñanza de grupos dominadores a lo que aludía como el tema del eurocentrismo. Enseñamos, decía, contenidos educativos de Europa o Estados Unidos en América Latina, o en África o en Asia. Frente a esta realidad señalaba que hay que descubrir nuestros propios temas y ser críticos ante el eurocentrismo. Por eso clamaba por un tema crucial: el de la descolonización epistemológica. Es decir, desde su punto de vista la interpretación de la realidad en las ciencias, en la educación formal que se imparte en el Sur es eurocéntrica y etnocéntrico. Esto vale para las escuelas, pero también para las universidades. Y esa reproducción cultural era fatal para el sur, para los grupos dominados, colonizados y racializados.
Para descolonizar, entonces, se hace necesario cambiar los programas de estudios, los contenidos académicos y avanzar hacia la descolonización con una mirada liberadora protagonizada por los propios docentes. En las universidades latinoamericanas, particularmente en las argentinas, y especialmente las que menos desconozco, ese giro descolonizador no se ha completado. Se hace como si se avanzara en determinados territorios epistémicos recientes, pero la matriz con la que se enseña sigue siendo, aun bajo un ropaje democratizador, profundamente colonial. Un burocratismo atildado tiende a administrativizar las grandes cuestiones ideológicas. Para ello se recurre al subterfugio de la democratización organizacional, de los derechos humanos imperiales y a la copia impasible de las lógicas anglosajonas y neoliberales. Guay, además, de los pensadores díscolos que se atrevan a denunciar o señalar esos procesos gigantescos de colonización cultural. La compulsión imparable de la curiosidad como una pasión alegre spinoziana es sustituida sistemáticamente por un andamiaje aluvional que parte del individualismo, la competencia, la reiteración y las olimpíadas litigantes, un tributo de vasallaje a los modos de aprendizaje y producción cultural estadounidense. Vale decir, lo más granado de la colonización epistémica. La sustitución de la curiosidad por la ritualización fatua sigue siendo un dato objetivo en la actualidad de nuestras universidades.
Es imposible no volver a recordar a Spinoza. En 1673, al filósofo judío excomulgado se le ofreció dictar clases en la Universidad de Heidelberg. Por supuesto, la invitación venía acompañada de una "invitación”: no abusar de la libertad de filosofar. El bueno de Baruch declinó la convocatoria. Quinientos años después, la ética de Spinoza sigue en pie, y cada vez concita mayor adhesión entre los pensadores decoloniales. Esa vigencia inconmovible durante más de cinco siglos, llamativa por cierto, no es más que una anticipación infinita, una bandera que evoca el claudicante maridaje entre producción del conocimiento y dominación que llega hasta nuestros días. Spinoza, grande entre los grandes, nunca fue reconocido por la academia. No fue honorario ni consulto ni emérito. Al contrario, probablemente haya sido excomulgado por segunda vez. Esos pensadores nunca son los más conocidos, pero casi siempre son los más influyentes en la historia universal. Son incómodos, portadores de una curiosidad que se expande, de una ética profundamente humana. Su paso por la vida es un ejercicio continuo y extenuante de resistencia a la normalización y a los dogmatismos. Una permanente interpelación al orden simbólico, al poder del saber hegemónico. Spinoza no fue nunca honorario. Su pensamiento enorme y su ética emancipadora lo condujeron a una eternidad llamativa. Tan austera como aquel negocio oscuro que gestionaba en su juventud, mientras leída a la espera de concretar su obra monumental. Tan decisiva que hasta las izquierdas del mundo convergen todavía a abrevar en sus pasiones y sus saberes, a pesar de haber transcurrido cinco siglos desde que ese hombre enjuto transitara con su curiosidad a cuesta la áspera superficie de las murallas del poder establecido.
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