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El desnudo hijo dentro de la imperial bañadera de hierro llena de agua. Un despintado banquito de tres patas, al lado. Y una canasta con jabón de tocador de coco, esponja, sales de baño importadas, una caja grande de fósforos de madera y barcos de papel. El desnudo hijo es un adulto lento, vacío, triste. Estupefacto. Mira el agua. Un brazo apoyado sobre el borde de la bañadera. Lo mira. Mira el agua.
El grito que se escuchó al fondo no fue lo suficientemente claro para saber si era de alegría, para pedir auxilio o simple exclamación de quien no puede contener el impulso y tiene que ir más allá de los límites de la comunicación cotidiana.
En el mundo de la Cultura de las Artes así actúan muchos, sin sustento de base. Anochecía cuando llegó el tren, empero, el tren pudo haber llegado mucho antes. La verdad era que se había retrasado horas y aún no se sabía por qué. Era una conversación frívola, con intercambio de chismes sobre amistades del vecindario.
Es de tarde. El arrendatario del teatro no está a la vista. En el hall: nadie. Nadie en los baños. Nadie en la platea ni en los corredores. La salita es agradable, me siento en la última fila: alguien ensaya. —¿Y?... ¿Qué hacemos?... Fuera de foco, poneme en foco. Corrección a derecha, mucho fantasma —indica la pelirroja, único ser humano en el escenario. —La música...
El síndrome de la viuda alegre, así se denominaba para hombres y mujeres que quedaban viudos, porque llevaban una vida social antisocial, despreocupada, libre y sin limitaciones de ningún tipo. Eran un cuadro clínico que por sus propias características poseían cierta identidad, signos, que concurrían en tiempo y formas causas fuera de lo común, que la época conservadora lo rechazaba, pero ese era el modus vivendi.
Nunca vi un amor tan grande ni en hombres ni otros habitantes. Pompona y Simón se amaron y uno sin el otro no vivió. Juntos deben estar siempre porque no hubo mayor amor que el suyo, aunque desearía que hubiese muchos más.
Son las seis de la mañana, el insomnio llegó un poco tarde, más o menos tres horas después de la hora acostumbrada. El primer dilema del día: levantarme y empezar desde muy temprano la jornada o intentar dormir más tiempo. Ni una cosa ni otra.
Dicen, juran, que cuando lo sepultaron lo hicieron boca abajo para que no fuera a intentar salir una noche cualquiera. En ese mar de dichos hubo quien afirmó que el cajón en funciones de féretro fue asegurado por todos sus costados con clavos de tres pulgadas.
Otra vez estoy en el puesto de periódicos del que me he vuelto cliente asiduo. Mi trato con el dueño de ese expendio ha llegado a tal nivel de confianza que tengo abierta una línea de crédito, la cual saldo sin ningún problema cada quincena. Son días previos a lo que poco después se conocería como el Efecto Tequila, la crisis económica que sumió a México en una debacle financiera por el llamado “error de diciembre”.
—“No hay dinero suficiente para tantas necesidades”, pienso mientras retiro los últimos cien pesos de mi pago quincenal. Salgo presuroso del cajero electrónico no sea que alguien vaya a pedirme que devuelva parte de lo que quedó de mi raquítico sueldo.
Ella sabe que difícilmente llegará a tiempo. Son casi seis menos veinte y, si el tráfico vehicular no presenta ningún inconveniente, arribará a su destino veinticinco minutos después de la hora acordada. Sabe que por más desesperación que le invada, ésta no cambiará la velocidad del microbús que a duras penas le brindó pocos centímetros de uno de los estribos traseros.
Mediodía. En el centro del comedor, una mesa de fórmica de dimensiones regulares. Una silla, un sillón de mimbre, un combinado. Se oyen discos de 78 RPM de Alberto Margal e Ignacio Corsini. Entra un poco de sol por una ventana exigua, sin cortinado. En las paredes, un crucifijo de aleación incierta, fotos de un niño serio y sonrientes personas mayores, y un calendario que estipula una fecha del pasado.
Era un domingo electoral y Pedro, un hombre ya maduro, presidente de mesa, ya echaba en falta su autobús que dejó aparcado el sábado para conducirlo nuevamente el lunes. A los ocho de la tarde recibió una noticia en el Whatsapp, le había tocado el premio del euromillón, más de quince millones, después de pagar impuestos.
El tiempo miró una mariposa multicolor al abrir la verja de su jardín, a su ves voltió a ver el buzón, ahí vio un montón de cartas, que le dejaban, asimismo, unos sobres grandes para su después, qué sería, nunca se supo. El Señor Tiempo tenía la soberana costumbre dejarlo todo volado como desapercibido, y siempre auto conversaba, pero en esta ocasión fue así.
Resignarse Mary Eva... con su vida que fue tan mala, la vida que le tocó vivir, hacerlo paso a paso, busca estar resplandeciente con su suerte, maravillosa, inteligente, simpática y buena amiga. Hasta pronto.
Hubo una historia de la vida real. Era una familia acomodada, adinerada, pro no millonaria. Ese día del tiempo ido, sucedió que, Julia invitó a su amiga Narcisa a estudiar a su casa, y regresar al día siguiente, ésta llegó, fue acomodada en un aposento. Las muchachas estuvieron estudiando, y al caer el crepúsculo la mamá de Julia les dijo: vengan a cenar, ya está servida la mesa.
Todo es lo mismo. Éramos un grupo de cuatro o cinco reunidos después de clases. Todos los días volteábamos a ver cuándo pasábamos hacia la cuneta de enfrente, en donde los zapatos negros seguían embelleciendo la ventana de vidrio de la tienda de la muchacha de ojos color almibarados.
Sé que cada vez es más difícil confiar en la bondad de las personas. No es para menos, la bondad es usada como una especie de careta para timar, defraudar, enriquecerse, mentir, aprovecharse –paradójicamente–, de quienes aún confían en la bondad.
“...me acerco, casi en el cruce con Maipú, y digo que me gustaría saber si tengo alguna chance. Suspende la mirada mientras me oye. Se detiene toda. Transido parpadeo ante la aparición incuestionable de súbita trompita. Gira la cabeza hacia mí. Comienza a pesquisarme desde la barbilla".
El amor de un payaso no es tan distinto. Me recuerdo a los 18 trabajando de mesera en un restaurante donde llegaba un payaso y no precisamente por la comida, su juego era distinto, eso sí, no daba una propina tradicional, sino una flor o un corazón de globo. A mí me gustaba imaginarme ser la esposa de un payaso.
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