Transitando lo oscuro
Tenía que esperarte una hora, contando las sombras que pasaban a mi lado, analizando los rostros, diversificando semblantes. En la esquina del coyol y la cuajada, de los tricicleros hambrientos y de goma. Mientras una cantilena de clamor y de venta pretendía a cada instante invadir el espacio de los compradores y también de los ladrones que siempre al acecho de la presa buscaban realizar su gestión del día. Minuto a minuto la mirada se me volvía loca, contemplando a lo lejos el ritmo incesante de las muchachas que contorsionaban sus caderas al compás de los tramos del mercado.
Los taxistas se revolvían en un enjambre de maldiciones y de frenazos mientras con sus maniobras parecían exigirle a la multitud que los abordara. Sesenta minutos que se convirtieron en años. Tu ausencia había convertido mis latidos impacientes en taquicárdicos temblores, mientras giraba a intervalos la cabeza buscándote entre el bullicioso gemido de la muchedumbre. La tarde estaba completa y sobre su espalda los rayos del sol se deslizaban como dedos. Tantas veces pasé por aquella esquina y por primera vez descubrí la majestuosidad de aquel desorden mezclado con el aroma de las verduras, la ropa barata y la carne roja y de pescado. Sin embargo, al consultar nuevamente mi reloj sentí como si alguien me observara y trágicamente posé la mirada al frente de donde me encontraba. Una anciana gorda y vestida de negro se prestaba a ubicarse en una cuneta, con un gorro rojo sobre su cabeza,dándome la impresión como si se tratara de un duende obeso.
Rápidamente se acomodó sobre el pavimento sentándose sobre sus piernas. Las llantas de los vehículos pasaban a su lado casi rosándola y los rayos del sol parecían estrellarse, groseros, sobre aquel rostro minado de arrugas. Parecía no importarle a nadie aquel espectáculo, mejor aún, la gente pasaba sin advertir la presencia de aquella anciana casi atropellada. Parecía que solo yo la miraba, hasta que de un momento a otro me quedó observando ensimismada, a través de aquellos lentes cuadrados, mientras agitaba los brazos haciendo contorciones simultáneas con un vaso que sostenía entre las manos. Mi inmovilidad era permanente. De pronto estábamos solo los dos en aquella esquina, su mirada oscura penetraba hasta mis huesos, a la vez que entonaba coplas con un contenido religioso tan profundo que erizaba los pelos, petrificando aquel aire solitario. Sentía deseos de acercarme a aquella anciana, pero no podía. Su condición me invadió de una lástima sin precedente. Ver aquel envoltorio de huesos y arterias me lastimaba los párpados a tal extremo que en un instante empezó a nublárseme la vista. Una palmada en mi hombro y pude verte ¡al fin! Habías llegado en el momento oportuno. Rápidamente te tomé de la mano y casi te arrastré para enseñarte aquel vejestorio que minutos antes había invadido de un temor extraño todos mis instintos naturales.
Pero sorpresivamente en aquel lugar no hallamos nada. Y mis preguntas a la multitud que avanzaba no tuvieron la más mínima respuesta. No supe cómo explicarte lo que había acontecido. Y con más dudas que billetes en la cartera nos fuimos caminando por la acera, con tu incertidumbre clavándose en mi espalda. Cuando de pronto nuevamente sentí que alguien del otro lado me estaba mirando. Y más desconcertado que un ciego en medio de un partido de futbol, buscaba por todos lados, entre la gente, hasta que de repente a mis espaldas escuché como un estribillo, y al girar intempestivamente, descubrí mi zozobra, el fin de mi tragedia; la disipación de mis dudas se asomaba a través de unos ojos tristes como un sepulcro. La gorda imagen de una limosnera extendiéndome sus brazos suplicantes, la miraba fijamente solo para descubrir después, que me encontraba frente a un espejo en medio de la noche, ausente de la vida, con las almohadas en el suelo.
El cambista
El cambista guardo los dólares que le quedaban y le advirtió a su compañero de trabajo que se marchaba porque venía una tormenta. Alguien le comentó sobre la terrible noticia de la mañana; le dijeron que se fuera para su casa porque se avecinaba un huracán. Apesarado por abandonar la buena mañana que estaba teniendo en la compra y venta de dólares en el mercado, se puso a pensar también en el regalo que aún no había comprado ya que era la víspera del día de las madres. Caminó rumbo a la terminal de buses, pegado de las paredes, capeando la brisa que ya empezaba a caer. En fracciones de segundos las inofensivas gotas de lluvia se habían convertido en un torrencial aguacero, que lo obligó a refugiarse en uno de los caseríos de la colonia por el mercado. Empezó a comerse las uñas, su nerviosismo era tan notorio que una anciana le pidió que se calmara. Pero imposible para cualquiera calmarse en aquellas condiciones, con un viento salvaje que bujaba con tal intensidad que parecía querer arrancar las casas desde su base. Los alambres eléctricos se desprendían. Los techos de las casas eran sometidos a una extracción incontenible por unas garras invisibles y poderosas. Los gritos de desesperación se confundían con las bofetadas de aire y agua que hacían ceder gigantescos robles que se desplomaban sobre todo lo que encontraban a su paso.
Una Hilux nuevecita quedó totalmente destrozada cuando un poste del tendido eléctrico le cayó encima. El cambista sintió deseos de correr y llegar cuanto antes a su vivienda, pero estaba tan lejos que decidió mejor dejar escapar sus lágrimas y pedirle a Dios protegiera a su progenitora, que en ese instante debía estar sola y asustada en su casita de adobe. Las noticias en la radio eran devastadoras: —” La ciudad de León ha sido arrasada por el huracán “— rezaban las últimas informaciones. El cambista no pudo más y soltándose de la mano que lo sujetaba se lanzó a la avenida, motivado por las ansias de ver a su viejecita; se fue corriendo por las calles sin rostro que permanecían destrozadas a la espera de un milagro. Cuando por fin llegó a la terminal de buses lo único que encontró fue una total desolación. Completamente empapado y temblando por el frio que lo estaba consumiendo, se sentó en una banca y eso fue todo, no supo nada más. Quedó tumbado en la soledad de una terminal sin mercaderes, ni buses, ni voceadores. Mientras la furia del huracán seguía empecinada en no dejar nada de pie. Todo quedó consumado ese día aciago.
Cuando la escasa luz del otro día caía arrodillada ante los ojos aterrorizados de la muchedumbre. Mientras se contaban las desgracias como monedas en una bisutería de la estación, el cambista abrió los ojos y lo primero que vio fue el rostro de doña Prudencia, su madre, que lo contemplaba y le acariciaba la frente.
— ¡Oh madre mía! ¿Cómo es que estás aquí? ─ le preguntó el cambista.
— Ay hijito─ la señora lloraba desconsolada─ las paredes de la casa se cayeron y unos hombres llegaron a sacarme de los escombros y a todos los del barrio nos evacuaron a esa escuela que está en frente—doña Prudencia señalaba con sus manos arrugadas y húmedas — Y desde que llegamos aquí todas las personas murmuraban entre sí que había un hombre muerto en este lugar. Y algo muy extraño aquí en mi corazón hizo que viniera a asomarme y para mi sorpresa eras tú.
La anciana terminó de hablar, no sin antes secarse con los dedos las lágrimas que tímidamente se desprendían sobre aquel rostro minado de arrugas. El cambista la abrazó emocionado y dándole un beso en su cabellera emblanquecida le susurraba al oído.
─ Dios te bendiga madre mía este día tan hermoso, perdóname ya que no me dio tiempo de comprar tu regalo.
Lloraron y daba la impresión que en sus lágrimas corría todo el dolor que había
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