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En una casona antigua y desolada, en el centro de la sala se encontraba un espejo de un metro de alto y cincuenta centímetros de ancho, montado y sostenido por una linda mesita antigua. En él convergían las articulaciones de todos los espacios.
“Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…” fueron las últimas palabras antes de que el interruptor cruzara la línea entre la inactividad y el punto de acción. Después todo fue luz.
¡Pero no, gordo!... ¿¡Cómo te voy a mentir!?... dice la mujer. Pero te digo que no. Bebe de una copita chata y de vidrio violáceo que contiene licor de menta. Gordo, pero... Huele el licor. ¿¡Cómo no voy a saber!?... No te pongas pesado, gordo. Bebe. Gordito, oíme, decíme algo lindo, mirá que me enojo.
Sólo un experto podría diferenciar si aquella escena trata de una pareja devorándose a besos o dos seres engulléndose aparejadamente. Parece que es lo mismo, pero no lo es. La diferencia radica en el punto donde se originan las facciones, las contorsiones que más parecen convulsiones nacidas de muy adentro, de esa región que es una especie de zona profunda de los agujeros negros.
Se demoraba en la colación de los productos. Ajustaba los huecos en las bolsas de modo que el pan de molde no se aplastara, los tomates no se magullaran y los huevos llegaran a casa ilesos. Aprovechaba ese tiempo elástico para soltar alguna frase pretendidamente ingeniosa que llevaba toda la semana preparando.
La tarde estaba calurosa y sedienta, los rayos solares rebotan en la calle que lloraba por las quemaduras en su humanidad. Y desde el banco de alistador del arte del calzado, allá por los años 1981 o 1982 El MILPA, le dijo: "si te vas a Costa Rica te mato". Pero no lo logró, ahora muere de ansias y de rabia. Pero sigue en sus andanzas sembrando. Todo se le marchita.
Una botella de mezcal no es suficiente para relegar lo que cuesta tanto trabajo decidir olvidar. No es que la memoria no haga su trabajo cabalmente, lo que sucede es que hay olvidos que son consecuencia de la voluntad; y si no hay la intención decidida a proceder con el borrado de algún recuerdo, simple y sencillamente la memoria no hace su trabajo.
Y se la daba de muy culta. Su memoria murmuraba de celo, envidia, egoísmo. “La entendida en cultura” siempre elucubraba, divagaba complicadamente con apariencia de profundidad en silencio, en sus recovecos y laberintos de su mente, así: Sí, tengo envidia, pero como no saben leer mis pensamientos, jamás lo sabrán que no los tolero.
Era una noche maravillosa como todas las de siempre, con la diferencia que esta traía impregnada el sentimiento de dos jóvenes. El cielo estaba estrellado, tan brillante que, al mirarlo, uno no podía dejar de preguntarse si la gente malhumorada y caprichosa podía vivir bajo un cielo así.
Acariciaba su guitarra con tal delicadeza que los pájaros se acercaban a escucharlo. Pero una noche sin luna descubrió que lo que más amaba en este mundo lo había traicionado. Solo pensaba en la manera de desaparecer de la faz de la tierra. Y ya decidido al viaje sin retorno, con la fe marchita, el cantor apagó su voz.
La masa frita preparada por la abuela siempre tuvo un sabor insuperable. Los buñuelos se desintegraban con el simple hecho de tocar labios y saliva. Lo curioso es que a pesar de que se deshacían sin mayor resistencia, las frituras producían un crujido irreproducible.
Se siente feliz, no tendría por qué no estarlo. Toma un cigarrillo con la mano derecha, lo lleva lentamente a sus carnosos labios y sin mayor prisa le prende fuego como quien activa el piloto automático en un viaje trasatlántico. Se siente dueña de sí, no es para menos todo marcha como decimos la gran mayoría aunque no sepamos absolutamente nada de navegación: «viento en popa».
Resultó que, en medio de los apuros creyeron, y tuvieron que sepultarlo en el camino, como una estela histórica imborrable, y una libación del tiempo. Pero cuando faltaba un pequeño trecho para llegar al destino le expresó Leticia a la comadrona Matilde: “no importa entiérrelo, la vida continúa aunque sea mi hijo”.
El rumor golpeó con fuerza la vivienda de José. Se levantó de inmediato y abrió la puerta. Se trataba de un muchacho huele pega de las inmediaciones de la estación del ferrocarril.
La fresca y pimpante criatura uniose en matrimonio a Feliciatti tres largos años antes de prendarse de Valentina. Con él tuvo gemelos robustos. Dejose destinar para Feliciatti por su padre, a quien también su esposa había sido destinada por el suegro. De blanco frente al altar, con todos los permisos y plácemes familiares recibidos, sociales y religiosos otorgados, regodeose por vez primera imaginándose a solas con Feliciatti.
Al principio del proceso de gestación, le ocasionaba inconvenientes diversos a su mamá, tenues y vulgares. El parto fue normal, y en la cama matrimonial de sus papis: borroso don Lacio, ya un provecto, y Catalina. A Andresito lo antecedieron Gustavito, luego el robusto adolescente Gustavo, y Luisita, recibida precozmente de ingeniera civil y con promedio distinguido.
Siempre fui egocéntrica, y vanidosa. Odiaba tener que sacrificar horas de mi vida para oír a la gente. Me amparé en la excusa de que era tímida. Y me compraba libros porque en ese caso yo elegía qué quería saber y por qué destino ir.
Hace 41 años sucedió. En parte les voy a relatar detalles de mi estadía en el hospital en el año 1982. Al discurrir estos breves datos podrán descodificar a su (s) mejores estilos lo pertinente. La mente me orientó, me exigió, me condujo para que no quede en el olvido semejantes realidades, a hacer un recorrido desde cuando fui internado en el hospital de la capital de Managua-Nicaragua, en el año 1982 el 19 de octubre.
El joven Aylan de Alarcón se aburría como una ostra, viendo entre el escaso público un anodino partido de voleibol en Abu Dabi. Se levantó y echó a correr entre las gradas. El guardaespaldas Lito, vestido de vendedor de palomitas, le cortó el paso. Aylan chocó contra Lito, cabeza con cabeza. Las palomitas salieron volando. Acabaron en el suelo, con sendos chichones y cubiertos de palomitas de maíz.
Viajar al mar un día martes es algo extraño, claro que no es normal. Pero eso sucedió. Decidimos aventurarnos a las playas de Poneloya, para ser más precisos, a la bocana. El calor intenso de semana santa nos obligó y todos, de alguna manera, nos pusimos de acuerdo. Y zarpamos.
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