I
La masa frita preparada por la abuela siempre tuvo un sabor insuperable. Los buñuelos se desintegraban con el simple hecho de tocar labios y saliva. Lo curioso es que a pesar de que se deshacían sin mayor resistencia, las frituras producían un crujido irreproducible.
Llena la cocina de aroma de buñuelos con trasfondo de humo de madera de encinos del bosque cercano, era irremediable que ésta se atestara de comelones de todas las edades.
Chicos y grandes bromeaban entre sí para ver quién sería el afortunado en probar la primera pieza de la exquisita golosina.
II
Dicen quienes saben que los buñuelos mexicanos difieren con mucho a la receta traída por los españoles a México.
Más allá de que los mismos europeos tienen diferentes recetas para preparar el delicioso dulce que frecuentemente se consume como postre, las cocineras mexicanas coinciden generalmente en los mismos ingredientes, aunque, dependiendo de la región, los cocinan muy a su manera.
Harina, polvo para hornear, azúcar, sal, huevo, mantequilla, agua, esencia de vainilla, aceite vegetal y azúcar son los componentes infaltables para la preparación.
Todo el listado anterior era empleado por doña Chofi, la abuela que preparaba el exquisito alimento digno de la mesa de algún hacendado del porfiriato.
III
Amelia, la hija de Chofi, aprendió bien la receta de los buñuelos, aunque su sazón nunca le llegó a los talones del toque secreto de su madre.
Pese a no tener el sabor de su progenitora, Amelia crío a sus doce hijos gracias a las ganancias obtenidas en la venta ambulante de la fritura azucarada.
Todos los días Amelia vendía entre cincuenta a setenta piezas. Con lo obtenido de la venta, Amelia sacó adelante a la familia cuando Jesús, su esposo, se fue a buscar un mejor futuro a los Estados Unidos, pero fue una de las mortales víctimas que perecieron por asfixia en un camión refrigerador que transportaba migrantes al vecino país.
IV
Pedro, María y Gerardo, los tres hijos mayores de Amelia siguieron con el oficio de los buñuelos. Combinaron la preparación y venta del dulce postre con la venta de café de olla, plátanos con crema, elotes hervidos y camotes con leche concentrada.
Todos los demás hijos de doña Amelia optaron por otros derroteros, algunos se emplearon como burócratas, dependientes de mostrador, otros más como obreros de la fábrica de plásticos que llegó a ubicarse cerca del domicilio familiar.
Ricardo, el vástago menor de la familia abandonó los estudios concluida la secundaria, dijo que la escuela no era para él y se marchó a probar suerte a la capital del país.
Diez años doce días nadie más volvió a saber algo de él.
V
Esa mañana Ricardo besó al mismo tiempo las estampillas de la Virgen de Guadalupe y la Santa Muerte, terminó de ajustar su equipo de labor y puntualmente subió a la camioneta conducida por El Cleofas.
Por cuestiones de seguridad nadie sabe el lugar en dónde se efectuará el trabajo del día.
Ricardo supo que esa jornada era muy especial cuando atisbó el arco de bienvenida a Texcapilla. Su terruño no era el mismo, pero conservaba varios elementos inconfundibles que las décadas no podían borrar.
Logró identificar con cierta familiaridad algunos de los rostros de los labriegos que empezaron a reunirse en la cancha de tierra de futbol.
Él sabía que no había forma de que lo reconocieran, la indumentaria guardaba su anonimato.
VI
Hartos los campesinos del pueblo se levantaron en armas en contra de los sicarios que llegaron a cobrar el derecho de piso mensual. Hicieron justicia de propia mano. El primer golpe seco producto de un machetazo remitió inmediatamente a Ricardo con ese crujir peculiar producido por los buñuelos cocinados por su abuela cuando eran mordidos.
Todos los demás tajos no le evocaron lo mismo, quizá solo sintió diez más.
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