Se demoraba en la colación de los productos. Ajustaba los huecos en las bolsas de modo que el pan de molde no se aplastara, los tomates no se magullaran y los huevos llegaran a casa ilesos. Aprovechaba ese tiempo elástico para soltar alguna frase pretendidamente ingeniosa que llevaba toda la semana preparando: vaya con el aceite…, si sube más, tendré que vender un riñón para pagarlo; o cómo me gusta este pollo asado, lo como tanto que me van a salir alas. Incluso un día, señalando levemente la placa del nombre de la cajera, se atrevió a decirle: ¡Anda!, te llamas como la de la canción; le gustaba mucho a mi padre. Ella sonreía y siempre respondía cortésmente.
Cuando llegaba a casa con la compra, la colocaba mecánicamente, dejando que su memoria ubicara cada momento: el saludo al llegar a la caja, la consecución de objetos escaneados, el pago, que siempre lo hacía en metálico, esperando que acaso sus manos se rozaran.
Después llegaba el resto de la semana: el metro, la oficina, la comida de los martes con su hermana, el grupo de lectura los jueves, la serie en la tele por la noche, la visita a la residencia los domingos por la mañana. Se sorprendía analizando, con la precisión de un detective, los momentos que había vivido con ella: me ha sonreído con más alegría que la otra vez, ha bebido agua justo cuando he llegado, se ha colocado el pelo tras la oreja y me ha mirado al decir adiós…
Los días se sucedían como en una cadena de montaje estéril. Pero cada noche, ya en la cama, como el niño que roba chocolate y lo guarda para comerlo a escondidas, se dejaba mecer por su selección de recuerdos: los labios frescos, el flequillo en la frente, la voz de azúcar tostado. Entraba en el sueño dulcemente, ilusionado con la idea de que ella tal vez lo recordaba, sin más ambición que esa, sin más esperanza, sin más anhelo que el de ser un parásito en la memoria de Amanda, la cajera del supermercado donde hacía la compra todos los lunes por la mañana.
|