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El intrepidísimo navegante solitario, boca abajo sobre una tabla que en absoluto es más que la tabla de una mesa, con brazos y piernas abiertos y extendidos y, sin rigor, usando estos miembros a modo de remos, surca la inmensidad del océano. Se divierte, hace ruidos con la boca, farfulla.
Placita de barrio. Chicos potreando cerca del tobogán y las hamacas. Sol. En un banco sin respaldo un hombre viejo sentado. Ojos-claros, cejas-espesas, nariz-aquilina. En el mismo banco una mujer vieja sentada (una “pasita”, toda de negro y con pañuelo en la cabeza). Ella hacia un frente (el césped); él al lado, de espaldas, hacia un sendero.
California, media tarde del 10 de marzo de 2024. Teatro Dolby, mismo centro de Los Angeles. Entrega de los Premios de la Academia. Fila 4, pasillo central. Butacas 20 y 22. Conversación informal entre dos de los rostros más buscados de la velada: Christopher Lanon y Bob Roberts, guionista-director y productor, respectivamente, de “El físico nuclear que odiaba a Mattel”, película favorita para esta edición.
Con justa razón se dice que vivimos en una “realidad” sumamente reducida, recreación de la “verdadera” realidad, imposible de captar a través de nuestros limitados sentidos y la serie de prejuicios mentales que cada quien arrastra consigo.
“Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…” fueron las últimas palabras antes de que el interruptor cruzara la línea entre la inactividad y el punto de acción. Después todo fue luz.
¡Pero no, gordo!... ¿¡Cómo te voy a mentir!?... dice la mujer. Pero te digo que no. Bebe de una copita chata y de vidrio violáceo que contiene licor de menta. Gordo, pero... Huele el licor. ¿¡Cómo no voy a saber!?... No te pongas pesado, gordo. Bebe. Gordito, oíme, decíme algo lindo, mirá que me enojo.
Sólo un experto podría diferenciar si aquella escena trata de una pareja devorándose a besos o dos seres engulléndose aparejadamente. Parece que es lo mismo, pero no lo es. La diferencia radica en el punto donde se originan las facciones, las contorsiones que más parecen convulsiones nacidas de muy adentro, de esa región que es una especie de zona profunda de los agujeros negros.
Se demoraba en la colación de los productos. Ajustaba los huecos en las bolsas de modo que el pan de molde no se aplastara, los tomates no se magullaran y los huevos llegaran a casa ilesos. Aprovechaba ese tiempo elástico para soltar alguna frase pretendidamente ingeniosa que llevaba toda la semana preparando.
Una botella de mezcal no es suficiente para relegar lo que cuesta tanto trabajo decidir olvidar. No es que la memoria no haga su trabajo cabalmente, lo que sucede es que hay olvidos que son consecuencia de la voluntad; y si no hay la intención decidida a proceder con el borrado de algún recuerdo, simple y sencillamente la memoria no hace su trabajo.
Y se la daba de muy culta. Su memoria murmuraba de celo, envidia, egoísmo. “La entendida en cultura” siempre elucubraba, divagaba complicadamente con apariencia de profundidad en silencio, en sus recovecos y laberintos de su mente, así: Sí, tengo envidia, pero como no saben leer mis pensamientos, jamás lo sabrán que no los tolero.
No era preciso estar loco (a) para salir bajo un inclemente aguacero a altas horas de la noche. Era como estar a la orilla del mar, que a fuerza van y vienen las olas, llevando y trayendo. Jamás, con tan espléndida fantasía de pronto en el ambiente invade un inmenso misterio al extremo de desear salir bajo ese aguacero que se desprendía desde los cielos.
Las mañanas frías de mitad de enero tienen cierto aroma muy parecido al que desprende una taza de buen café caliente, porque provoca traer al presente recuerdos significativos, amistades entrañables y la invariable oportunidad de pensar en el futuro.
El hermano, vistiendo sólo un pantalón vaquero, dispara balas de fogueo a la hermana, quien, cubierta con sólo una camisa vaquera, dispara al hermano balas de fogueo. Ambos con escopetitas, hermosos, tostados. Eternamente veinte años. Se esconden detrás de árboles y matas.
Cuatrocientas palabras, cuatrocientas una, cuatrocientas dos… los vocablos brotan a marchas forzadas, la frente suda cuando se exprime a la inspiración y ésta regatea los frutos, quizá porque sea la mañana siguiente al Día de Reyes y han llegado regalos por todas partes.
Me siento feliz de haber logrado este descubrimiento personal que he pretendido durante muchos años. Saberlo me ha llenado de mucha satisfacción. En enero del año 1978 viajé a Costa Rica, llevaba conmigo una carta sellada que me dio don Eduardo Paniagua primer violín de la Sinfónica de Nicaragua, dirigida al Director de la Orquesta Sinfónica Juvenil para que me atendiera.
Nunca vi un amor tan grande ni en hombres ni otros habitantes. Pompona y Simón se amaron y uno sin el otro no vivió. Juntos deben estar siempre porque no hubo mayor amor que el suyo, aunque desearía que hubiese muchos más.
Son las seis de la mañana, el insomnio llegó un poco tarde, más o menos tres horas después de la hora acostumbrada. El primer dilema del día: levantarme y empezar desde muy temprano la jornada o intentar dormir más tiempo. Ni una cosa ni otra.
Era una noche maravillosa como todas las de siempre, con la diferencia que esta traía impregnada el sentimiento de dos jóvenes. El cielo estaba estrellado, tan brillante que, al mirarlo, uno no podía dejar de preguntarse si la gente malhumorada y caprichosa podía vivir bajo un cielo así.
Acariciaba su guitarra con tal delicadeza que los pájaros se acercaban a escucharlo. Pero una noche sin luna descubrió que lo que más amaba en este mundo lo había traicionado. Solo pensaba en la manera de desaparecer de la faz de la tierra. Y ya decidido al viaje sin retorno, con la fe marchita, el cantor apagó su voz.
La masa frita preparada por la abuela siempre tuvo un sabor insuperable. Los buñuelos se desintegraban con el simple hecho de tocar labios y saliva. Lo curioso es que a pesar de que se deshacían sin mayor resistencia, las frituras producían un crujido irreproducible.
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