El intrepidísimo navegante solitario, boca abajo sobre una tabla que en absoluto es más que la tabla de una mesa, con brazos y piernas abiertos y extendidos y, sin rigor, usando estos miembros a modo de remos, surca la inmensidad del océano. Se divierte, hace ruidos con la boca, farfulla. Luce tres prendas: gorro para ducha, calzoncillo anatómico con elástico tipo faja y medias de lana.
—¡Una roca!... ¡Cuidad el palo menor! ¡Que no se abolle la eslora!... ¡Aplicaos a una labor intensa y desmesurada!... ¡Subordinación y subordinación!... ¡Nada de tejer ahora!... ¡Proteged la nave! ¡Cuidad de que no encallemos!... ¡No escupáis como gesto de irrefrenable enojo! ¡Os vi, os vi, corbetero de segunda!...
Abandona ese juego. Se moja la cabeza en el agua. Mira a lo lejos.
—Uia... Esa nube no estaba... Si tuviera un arco te tiraba una flecha, te hacía bajar la frente. ¿Qué, no es tu manera de reír, llover?... Vení, lloveme..., que acá hay un pecho...
Es una mañana luminosa. Los tiburones duermen: sueñan con deliciosos navegantes solitarios.
—¡Yo soy bueno!... ¡Soy un buen pibe!... ¡Un buen soldado, capitán! ¡Un buen náufrago, doctor! ¡Un buen ányelus! ¡Un buen orquestador del atardecer!... ¡Un buen marrano que se cagó en su propia boca, se puso en penitencia, se dejó peinar, se arremangó las piernas y está acá!...
Brisa fresca. Es martes.
—¡Refrescando, caracho!
Meduloso. Es noviembre.
—Pensemos en un puerto. Y en un fondín. En un viejo poseído por el vino declarándome su corrupción transparente. Me quiere regalar su camisa y jura que me parezco a él, a las rodajas de sus hijos, jura, él jura, dentro de los sándwiches de todos los fondines del puerto.
Se exalta. Ya van a ver: signos de admiración.
—¡Me quiere convertir en una oreja, en una cama! ¡Me quiere abrazar con su aliento! ¡Qué solidario!... ¡Yo apenas puedo conmigo, caballero! ¡Apenas me puedo dejar zarandear y golpear por alguna adversidad que yo elija! ¡¿O se cree que no me conduelo de mí?! ¡Ni una boya, ni una! ¿Usted me entiende? ¡Ni una! ¡Ni una!...
Se pone de pie. Tormenta.
—¡Yo quería ir hacia allá!...
Trata de señalar, pero la tabla se mueve. Chaparrón.
—¡¿Vas a amainar de una vez?! ¿Vas?... ¿Eh?... ¿Sí?... ¡Soberbios! ¡Cenagosos! ¡Una vez barrí mi casa grande con una escoba nueva! ¡Y maté a una hormiga con una cucharita! ¡Y sepulté un juguete de mi amigo! ¡Y le apreté la clavija al guitarrón, pero rompí la cuerda! ¡El vino no! ¡Mámese usted, si quiere! ¡Usted es un empedernido condenado!...
Cede la tormenta. El osado navegante solitario se calma, cede. Hace flexiones. Después:
—Confidencialmente, yo pienso en mi saltimbanqui interior. Irrespetuoso, forajido... Soy un escrutador feroz.
Anochece. La luna desciende sobre él: queda a unos cincuenta centímetros. Media luna. Él todavía no se da cuenta.
—Un escrutador como me gustaría que hubiera otro. Uno siempre busca equipararse, aunque no haya una intención aviesa. Son las ganas de uno de resultar imprescindible. ¡Qué capítulo, señor, escribiríamos todos si no tuviéramos que remar!... Es que uno, se obstina en no ser un buen pez. Pero, ya se sabe, pulmones no son branquias, branquias no son pulmones.
Sin mirar directamente a la media luna:
—¿Y a vos quién te conoce? ¿Te mandaron a espiarme? ¿Traés algún mensaje? ¿O querés que te diga un versito?... Sos una desamorada. Te sacaste las plumas, pero es inútil. Me pongo veleidoso cuando me persiguen. Supe renunciar a vos, también. ¡Me soy tan obediente ahora! Vos no lo creerías ni en cien siglos, que ya sé, para vos es nada. ¡Ay, luna, yo te conozco, no me pude olvidar de vos! ¡Entré a tu dormitorio tantas veces! “Sos un seductor...” ¿Yo, un seductor?... Te regué mis vocablos más irreproducibles. Te extorsioné con un fervor diletante. Autorizaste mi impulsividad y toleraste que instalara mi corte deprimida.
Mira a la media luna.
—Pero yo prefiero que te vayas, ahora. Te quiero mucho, sí, te quiero mucho. Estoy demasiado inmerso en mis propios pozos. Y sucuchos. Un chico se cayó por una de mis grietas. Todavía podría decirte cosas que nunca te dije. Atorarme con tu luz. Pero yo prefiero que te vayas, ahora.
La media luna asciende con lentitud. Al rato, amanece. El navegante solitario observa el horizonte con un prismático que simula con sus manos. Playa a la vista. Hacia allí navega. Sin proponérselo. Sin verdaderamente proponérselo. Mujer desnuda en la playa a la vista (con anteojos oscuros y pulseras), que habla, discierne y se unta con protector solar:
—Todas mis tías muy febriles, muy bienhechoras, un nudo al lado de otro nudo. Pero mamita, no es la primera vez. Pero mamita, no es la segunda vez. ¡Pero mamita, no es la última vez, esa vez!... ¡Todos los mil ojos, las mil empastadas rodillas de mis primas, las mil putas absortas trompas de Eustaquio oyéndome desangrar, y nada! Quien quiera puede levantarse la camiseta; yo, ¡no! ¡Burras, burras! ¡Mujeres rellenas de algodón!... La docilidad para esto: una escarapela. Para aquello otro: firmes, escrupulosas, inexpugnables: otra escarapela. ¡Pervertidas! Mamá pervertida, pobre. Tías con el camisón triste. Esponjosas comedoras de chocolate. Bofe suculento, sí, para el gato que se comió al ratón, que se había comido a la araña, la que se había comido a la mosca. A ver, querida: plisá tus labios menores, que yo lo haré con los míos. Por favor, reprime tu virulenta condición, tus ansias de conocimiento desmesurado. No juguetees, no me alarmes, querida. No me juguetees a mí. No me estimules, no me hagas aparecer. Eso. ¡Eso es un nudo al lado de otro! Que nada se desate. Todas atadas, apenas entornadas, como para no morirse definidamente. ¡Puaaajj!...
El navegante deja de observar con el prismático.
—Encallé..., encallé...
Camina unos pasos por la orilla, perplejo.
—¿Dónde estaba esta costa, esta arena suave?... ¿Qué hago yo conmigo ahora? ¡¿Qué hago yo conmigo ahora?!...
La mujer se saca los anteojos y mira al navegante. Éste, intentando quitarse las medias, pierde el equilibrio.
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