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No era preciso estar loco (a) para salir bajo un inclemente aguacero a altas horas de la noche. Era como estar a la orilla del mar, que a fuerza van y vienen las olas, llevando y trayendo. Jamás, con tan espléndida fantasía de pronto en el ambiente invade un inmenso misterio al extremo de desear salir bajo ese aguacero que se desprendía desde los cielos.
Las mañanas frías de mitad de enero tienen cierto aroma muy parecido al que desprende una taza de buen café caliente, porque provoca traer al presente recuerdos significativos, amistades entrañables y la invariable oportunidad de pensar en el futuro.
El hermano, vistiendo sólo un pantalón vaquero, dispara balas de fogueo a la hermana, quien, cubierta con sólo una camisa vaquera, dispara al hermano balas de fogueo. Ambos con escopetitas, hermosos, tostados. Eternamente veinte años. Se esconden detrás de árboles y matas.
Cuatrocientas palabras, cuatrocientas una, cuatrocientas dos… los vocablos brotan a marchas forzadas, la frente suda cuando se exprime a la inspiración y ésta regatea los frutos, quizá porque sea la mañana siguiente al Día de Reyes y han llegado regalos por todas partes.
Me siento feliz de haber logrado este descubrimiento personal que he pretendido durante muchos años. Saberlo me ha llenado de mucha satisfacción. En enero del año 1978 viajé a Costa Rica, llevaba conmigo una carta sellada que me dio don Eduardo Paniagua primer violín de la Sinfónica de Nicaragua, dirigida al Director de la Orquesta Sinfónica Juvenil para que me atendiera.
Nunca vi un amor tan grande ni en hombres ni otros habitantes. Pompona y Simón se amaron y uno sin el otro no vivió. Juntos deben estar siempre porque no hubo mayor amor que el suyo, aunque desearía que hubiese muchos más.
Son las seis de la mañana, el insomnio llegó un poco tarde, más o menos tres horas después de la hora acostumbrada. El primer dilema del día: levantarme y empezar desde muy temprano la jornada o intentar dormir más tiempo. Ni una cosa ni otra.
Era una noche maravillosa como todas las de siempre, con la diferencia que esta traía impregnada el sentimiento de dos jóvenes. El cielo estaba estrellado, tan brillante que, al mirarlo, uno no podía dejar de preguntarse si la gente malhumorada y caprichosa podía vivir bajo un cielo así.
Acariciaba su guitarra con tal delicadeza que los pájaros se acercaban a escucharlo. Pero una noche sin luna descubrió que lo que más amaba en este mundo lo había traicionado. Solo pensaba en la manera de desaparecer de la faz de la tierra. Y ya decidido al viaje sin retorno, con la fe marchita, el cantor apagó su voz.
La masa frita preparada por la abuela siempre tuvo un sabor insuperable. Los buñuelos se desintegraban con el simple hecho de tocar labios y saliva. Lo curioso es que a pesar de que se deshacían sin mayor resistencia, las frituras producían un crujido irreproducible.
Dicen, juran, que cuando lo sepultaron lo hicieron boca abajo para que no fuera a intentar salir una noche cualquiera. En ese mar de dichos hubo quien afirmó que el cajón en funciones de féretro fue asegurado por todos sus costados con clavos de tres pulgadas.
Se siente feliz, no tendría por qué no estarlo. Toma un cigarrillo con la mano derecha, lo lleva lentamente a sus carnosos labios y sin mayor prisa le prende fuego como quien activa el piloto automático en un viaje trasatlántico. Se siente dueña de sí, no es para menos todo marcha como decimos la gran mayoría aunque no sepamos absolutamente nada de navegación: «viento en popa».
Resultó que, en medio de los apuros creyeron, y tuvieron que sepultarlo en el camino, como una estela histórica imborrable, y una libación del tiempo. Pero cuando faltaba un pequeño trecho para llegar al destino le expresó Leticia a la comadrona Matilde: “no importa entiérrelo, la vida continúa aunque sea mi hijo”.
—“No hay dinero suficiente para tantas necesidades”, pienso mientras retiro los últimos cien pesos de mi pago quincenal. Salgo presuroso del cajero electrónico no sea que alguien vaya a pedirme que devuelva parte de lo que quedó de mi raquítico sueldo.
Ella sabe que difícilmente llegará a tiempo. Son casi seis menos veinte y, si el tráfico vehicular no presenta ningún inconveniente, arribará a su destino veinticinco minutos después de la hora acordada. Sabe que por más desesperación que le invada, ésta no cambiará la velocidad del microbús que a duras penas le brindó pocos centímetros de uno de los estribos traseros.
Mediodía. En el centro del comedor, una mesa de fórmica de dimensiones regulares. Una silla, un sillón de mimbre, un combinado. Se oyen discos de 78 RPM de Alberto Margal e Ignacio Corsini. Entra un poco de sol por una ventana exigua, sin cortinado. En las paredes, un crucifijo de aleación incierta, fotos de un niño serio y sonrientes personas mayores, y un calendario que estipula una fecha del pasado.
Podría parecer una extravagancia escribir en estos tiempos algo relacionado con el sombrero, cuando el empleo de esta prenda ha caído en desuso considerablemente- Sin duda sería mucho más familiar -y quizás atractivo- escribir sobre el hombre y el perro o el hombre y el móvil que tienen más visos de relación con los tiempos que corren.
Podemos imaginar, discurrir que, mañana nos veremos. Ese día eran las diez y treinta minutos de la noche, el espejo estaba agotado, tartamudeaba, había sido víctima, por ello cambió de lugar, de esta situación nadie en la casa se había percatado, todos dormían plácidamente mientras llovía a raudales en la florida ciudad, y sorpresivamente las campanas de la parroquia repicando, no se sabía por qué.
—Cuando era chiquita me soñaba una casa —dice la mujer. Que era una casa. Que yo era una casa en cuyas tejas los pájaros no sabían posarse. Se desprendían, resbalaban, no sé; alguno no levantó vuelo y se estrelló. Y se murió en mi jardín, entre las flores, entre los carteles que explicaban la procedencia de esas flores vistosas, con tanto amarillo y negro, tan desesperadas. Se murió en mi jardín, uno. Y nadie lo enterraba. Era chiquita la casa que yo era: un chalecito.
Era un domingo electoral y Pedro, un hombre ya maduro, presidente de mesa, ya echaba en falta su autobús que dejó aparcado el sábado para conducirlo nuevamente el lunes. A los ocho de la tarde recibió una noticia en el Whatsapp, le había tocado el premio del euromillón, más de quince millones, después de pagar impuestos.
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