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Unamuno y el lenguaje

Pequeña reflexión sobre el “maltrato linguístico”
Luis del Palacio
viernes, 9 de febrero de 2018, 08:00 h (CET)

Afirmaba D. Miguel de Unamuno en una de sus cartas a Ángel Ganivet, citando a Goethe, que “quien sólo sabe su lengua, ni aun su lengua sabe”. Con ello el ilustre pensador, hoy tan poco leído, quería indicar que los que conocen otras lenguas, aparte de la materna, llegan a comprender muchas más cosas del mecanismo de la propia que los que solamente se mueven en el ámbito de una. Por ejemplo, el uso del subjuntivo aporta un matiz de subjetividad o relatividad al discurso, que otras lenguas, por ejemplo el inglés, no tienen. En alemán la cosa se complica a nivel morfológico con el uso de tres géneros –masculino, femenino y neutro- que, como bien saben los que han estudiado esta lengua, muchas veces no coinciden con los dos géneros españoles. Así pues, las connotaciones femeninas de la luna y la agresiva masculinidad del sol no tienen sentido en alemán, ya que el género al que se adscriben una y otro es exactamente opuesto al del español. Los poetas románticos españoles vieron a la muerte como una dama; mientras que los alemanes “lo” consideraron un siniestro caballero: sólo coincidían en la guadaña.


No obstante, la joya de la corona se halla en dos verbos tan propios del castellano como “ser” y “estar”; únicos, y que entre otras cosas –tantas que es casi imposible inferir una regla- diferencian, aunque no siempre, un estado permanente de otro transitorio.


Unamuno tenía la suerte (una “suerte” ganada a pulso, paradoja unamuniana donde las haya, de la que deberían aprender muchos de nuestros políticos) de ser políglota. Aparte de lenguas muertas que, en su caso eran casi maternas, ya que desde muy joven fue un gran latinista y con 27 años ganó la cátedra de griego, el viejo Rector de la Universidad de Salamanca hablaba con soltura francés, inglés, alemán e italiano y aprendió danés para leer a Søren Kierkegaard. Un caso singular, desde luego, pero no único; ya que la formación humanística y científica de los intelectuales de la época era constante. Nunca dejaban de aprender. Nunca se apoltronaban en el sillón de una cátedra o una Academia. Ortega y Gasset, veinte años menor que Unamuno, que fue en ciertos aspectos su antagonista, constituye otro ejemplo de intelectual políglota, y aunque con bastante mala uva comentara que Salvador de Madariaga era “un ejemplo de que se podía ser tonto en varias lenguas”, es evidente que tanto uno como otro aportaron grandes obras de pensamiento al acervo de la cultura española. Marañón, Pérez de Ayala, Maeztu... podrían añadirse a una lista de personajes que, de verdad, dieron “brillo, luz y esplendor” a la lengua española.


Don Miguel, que fue sin duda uno de sus grandes maestros, escribió su tesis doctoral sobre la lengua vernácula de su tierra, el vascuence, hoy casi exclusivamente conocida como “euskera”. Su título “Crítica del problema sobre el orígen y prehistoria de la raza vasca” nada anticipa acerca de las conclusiones a las que llegaría en este breve pero documentadísimo ensayo. Entre ellas, que el euskera estaba destinado a desaparecer como muchas otras lenguas circunscritas a un ámbito muy concreto de hablantes (en este caso muy centrado en el medio rural) que con el paso de las generaciones va reduciéndose más y más. Unamuno, vasco de pura cepa, aborda la cuestión de la manera desapasionada propia de un científico; de un filólogo que se centra en lo que es comprobable, alejándose cuanto puede de los prejucios de la época, muy condicionados por las afirmaciones gratuitas de Alexander von Humboldt (padre de la Geografía moderna) que atribuia un sutrato íbero a esta lengua e interesándose, por contra, en las aportaciones científicas a la investigación sobre la lengua vasca que realizara por aquellos tiempos Luis Luciano Bonaparte.


Con la lectura de esta pequeña pero sustancial obra, se comprueba lo poco que ha variado lo que se conoce en torno a las raíces del euskera y que la metodología aplicada por don Miguel, hace casi trece décadas, sigue siendo válida.

Sin embargo, en algo se equivocó el autor de “Niebla” y “San Manuel Bueno, martir”. Poco o nada se imaginó que las tesis integristas de su coetáneo y pasisano Sabino Arana habrían de imponerse andando el tiempo y que la lengua –el euskera o vascuence- sería utilizada como un ariete en manos de una doctrina racista que perseguía la segregación de una parte de España. De manera artificial se impidió que la lengua, un organismo vivo que como tal nace se desarrolla y muere, siguera su curso natural, sino que se la impuso a una población que en su mayoría hablaba español sin ser, a diferencia de lo que ocurre en Cataluña, bilingüe. Y, por cierto, al “caso catalán” también alude Unamuno en bastantes de sus artículos y cartas; mas ello merecería un capítulo aparte, ya que en esa región de España una gran mayoría de ciudadanos se desenvuelve con igual soltura en las dos lenguas... O hasta ahora al menos lo habían hecho; dado que con la nefasta política de “inmersión linguística” parece que las generaciones más jóvenes renquean claramente a la hora de expresarse en castellano (es decir, en español, la lengua común)


Resulta tentador imaginar qué pensaría el viejo Rector ante tanta tontería. Ante la estulticia de los medios de comunicación (sobre todo televisión y radio) cuando se refieren a “Ourense”, “A Coruña”, “Eivissa” o “Girona” hasta para dar el parte meteorológico, pero extrañamente evitan decir “Gasteiz” (Vitoria) “Bilbo” (Bilbao) o “Barna” (Barcelona) que en su “buena lógica” de lo políticamente correcto (otra memez) tendría que ser lo que dijeran y lo que los sufridos oyentes escuchásemos. Pero hasta en esto se da una selección arbitraria, incoherente, que parece obedecer a un capricho, a una moda.


La Real Academia Española admitió hace años el término “gilipollas”, que desde hace casi cuatro siglos se emplea como insulto; aunque en su origen parece que no lo fue, sino que se refería desdeñosamente a un fiscal de la hacienda real apellidado Gil que acudía con sus “pollas” (nada de origen genital, como pudiera pensarse, sino que se trataba de sus propias hijas en edad casadera) a todos los saraos, fiestas y banquetes para ver si algún incauto o miope (ya que eran feísimas) las sacaba a bailar. Comoquiera que el esforzado progenitor aparecía siempre con ellas, era habitual oir “Aquí vienen Gil y pollas” y variantes parecidas. Lo mismo ocurre con “hortera”, que, en su origen, solía referirse al dependiente de un comercio de tejidos.


No es exagerado, pues, llamar gilipollas (y no en sentido etimológico) a los que nos atosigan con eso de la inmersión linguística y la discriminación de los ciudadanos según hablen o no la “lengua del terruño” y considerar como unos verdaderos horteras a los que en radios y televisiones saludan con “bona vesprada”, se despiden con “agur” o nos hablan de las bonitas calas de Eivissa. Feos y corifeos.


Y si “quien sólo sabe su lengua, ni su lengua sabe”, ¿qué decir de los que farfullan en una y chapurrean en la otra? Porque, fíjese amigo lector, que a “miembros y miembras” ha venido a añadirse otra gallina de corral: “portavoces y portavozas” (pepitoria con la que nos obsequió hace días Irene Montero, la idem de Podemos)


Que no se les indigeste porque la “cosa” no ha hecho más que empezar.

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