Cada palabra que escribes, cada calificativo que utilizas, cada gesto que esbozas, tiene que pasar por la autocensura que te permita seguir relacionándote con las personas, animales o cosas que te rodean.
Hoy en día te miran con cierto rencor si te atreves a decir que comes carne o pescado; más todavía si no ha sido sacrificado de una forma digna y con los honores correspondientes. Lo mejor es ser vegetariano, o vegano, o no comer; te evitas problemas. Con el lenguaje es mucho peor, tienes que buscar cuidadosamente palabras de género ambiguo, aunque al final siempre metes la pata.
En lo que respecta al trato a los semejantes (género ambiguo), tienes que extremar el celo. Debes especificar si un individuo (ya estamos) es de piel blanca, negra, amarilla o cobriza, como estudiábamos en la enciclopedia Álvarez; no expresar tu admiración por lo bien que viste o la belleza que derrama a su alrededor (a pesar de que se ha esmerado en ello), para evitar ser tildado de acosador de todo tipo. No te puede gustar la tauromaquia ni la papiroflexia (en homenaje a las mariposas copiadas). No puedes discrepar del pensamiento común, ni defender a la familia o a familia tradicional. Serás tildado de “carca” y de facha como te descuides.
El otro día he podido escuchar a Santiago Segura el consejo de no ceder el paso a las damas, eso es machismo; ceder el asiento a los mayores; eso es minusvalorar el vigor del otro, etc., etc. Cuesta trabajo encontrar el término medio para no caer en el machismo o en el feminismo. Para los que tenemos cierta edad nos cuesta trabajo distinguir entre el hablar con agrado a los demás y el caer en una especie de nefasto acoso que esconde perversas intenciones.
Creo que para evitar esos problemas debemos graduarnos en las excelentes academias televisivas: “hombres, mujeres y viceversa”, “cámbiame”, las tertulias gritonas de cualquier hora y los “gurús” de la comunicación que están doctorados como “coach”, “youtubers” o “influencers”. Nada de maestros. Con el idioma nos pasa algo similar. A los andaluces se nos ha tildado de hablar mal porque nos comemos las eses finales o aspiramos algunas consonantes. Es nuestro acento. Llevan razón, pero muchos perfeccionistas del lenguaje nos agobian con un “spanglish” innecesario que lo que hace es llevar al olvido palabras del castellano que reflejan perfectamente el sentido de las usadas por los que se consideran “in” o están en “la pomada”.
Mi buena noticia de hoy me la ha recordado un juego de la infancia (la mía), cuando no había tele, ni ordenadores, ni tablets, ni robots, ni “na de na”. Entonces recurríamos a lo que teníamos: divertirnos con los gestos. Vamos a tener que volver a recordar aquello de “uñá, uñá, uñá al que hable ria o mueva”. Más nos vale estarnos quietos y callados. “Cuidadín, cuidadín”. Ni hablar, ni reír, ni mover. Por si acaso.
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