Desde que “la modernidad” decidió, por medio de leyes, que el menor debía de ser protegido de una forma especial, al parecer y principalmente “contra sus propios progenitores”, todo en base a una serie de casos en los que se habían producido maltratos físicos y sicológicos, acosos y sometimientos a manipulaciones sexuales, castigos inhumanos y demás tipo de salvajadas perpetrados criminalmente contra alguna de estas indefensas criaturas; los legisladores, imbuidos seguramente de unas ideas que les hacían pensar que toda esta clase de acciones, en contra de los menores, se habían convertido en prácticas generales que afectaban a todos los padres o tutores y que, a sensu contrario, el número de familias normales, que adoran a sus hijos, que lo único que buscan cuando los corrigen en enderezar el rumbo de su vida y que, si se los castiga o se les aplica un pequeño correctivo, incluso físico, no tiene otro objetivo que darles a entender, en edades que no entienden un razonamiento, que aquello que están haciendo no debe hacerse como, por cierto, ocurre entre los animales, especialmente mamíferos, con sus crías para advertirles de algo que no deben hacer.
La Ley Orgánica de Protección al Menor habla del “interés superior del menor”, de como “el menor tiene derecho a que, cuando se adopte una medida que le concierna, sus intereses hayan sido evaluados, y en el caso de que haya otros intereses en presencia, se hayan ponderado a la hora de llegar a una solución”; también hace alusión a la interpretación de disposiciones jurídicas que pudieran afectarlos de modo que siempre se debe optar “a la que mejor corresponda a los intereses del menor”. Pero han un precepto que se puede entender que resume el contenido de toda la Ley, se trata del que trata de las limitaciones a la capacidad de obrar de los menores donde queda claro que: “siempre se interpretarán de forma restrictiva y, en todo caso, siempre en el interés superior del menor”. La pega, la verdadera incongruencia cometida por quienes redactaron dicha Ley Orgánica, es que nunca corresponde a los padres o en su caso los tutores ser los que decidan, valoren, calculen o tomen las decisiones de qué es lo que verdaderamente es más conveniente para aquella criatura o menor sobre el que se tiene que tomar una decisión, lo que mejor le cuadre o sea más conveniente para su futuro. Todo ello corre de cuenta de los jueces, magistrados, peritos, sociólogos, pedíatras o cualesquiera otros organismos públicos, a los que se les encomiende opinar sobre un caso en el que deberán decidir, fríamente, aún por encima de la voluntad de sus padres que, en puridad, se supone que tendrían mucho que decir sobre un tema que les afecta tan directamente.
El caso de este pequeño inglés que las autoridades judiciales decidieron que se le desconectara de la máquina que lo mantenía en vida y que, con su extrema vitalidad está dejando en ridículo a los que se adelantaron a practicarle la eutanasia y, por si fuera poco, los mismos jueces que ordenaron la desconexión, en una obcecación rayana en la crueldad, impiden a sus padres que se lo lleven a un hospital del Vaticano para que allí pudiera ser atendido debidamente aunque, la fatalidad, acabara por darles la razón a los que están tratando un caso tan sensible con la misma frialdad que las máquinas que lo han mantenido en vida hasta ahora. El peligro que tiene el generalizar con excesiva ligereza; el elevar a la categoría de general lo particular, lo que seguramente, al menos en los casos de extrema gravedad, se reducen a unos casos excepcionales en los que padres enfermos, sicópatas, meganemesianos y tarados sacian sus vicios torturando o abusando de menores indefensos. Lo malo es que los legisladores llegaron a extremos ridículos y a conclusiones que, para lo único que han servido, es para reducir a la mínima expresión la autoridad paterna, limitando lo que los romanos entendían que era la función del pater familias, tan ampliamente recogida en el Derecho Romano, a la mera función de “cuidador”, “consejero”, “alimentador”, “pagano” y por si fuera poco, a la obligación de continuar hospedando y soportando a los hijos, incluso cuando ya tienen edad de abandonar el hogar, si es que deciden que les sale más a cuenta quedarse en el domicilio paterno, viviendo a costa de sus padres.
¿Estamos hablando de proteger a los menores o de garantizarles un seguro de vida holgazana a costa de sus mayores? Unas pobres personas que, incluso en sus vejeces, se pueden ver obligados a cargar con aquel hijo sinvergüenza que no tiene inconveniente en amargarles la vida, incluso amenazándoles o insultándolos, sabiendo que tiene todas las de ganar si acude a la Justica a ponerles una demanda a sus propios padres. Una Ley evidentemente inspirada en el sentido relativista de la vida tan utilizado por la izquierda española, que siempre ha intentado luchar contra esta institución romana de la familia, sabiendo que constituye uno de los baluartes más firmes en contra del comunismo en todas sus facetas, desde el soviético al anarquismo de Bakunín. Sí señores, estos representantes del hombre robotizado, que tantos años estuvo representado por los desgraciados ciudadanos de la Unión Soviética, sacrificado en nombre de la igualdad y del odio hacia el capitalismo lo primero que hicieron, como fue el caso de los nazis de Adolfo Hitler, con sus nápolas, secuestraron a los jóvenes teutones de sus familias para internarlos en campamentos donde se les instruía en la doctrina nacional socialista y la supremacía de la raza aria sobre el resto de ciudadanos del mundo. Todo ello, como ha sido el caso de las leyes sobre el aborto y sobre los menores en España, con la evidente intención de sustraer de la patria potestad, normalmente impregnada de valores, principios, tradiciones religiosas y respeto por los ancestros. Todos hemos tenido que padecer las leyes de la ministra de cultura socialista Bibiana Aído sobre el aborto, curiosamente impregnada de lo que se podría entender como la antinomia de la Ley de protección de menores, basada solamente en establecer una diferencia absurda, entre los menores que tuvieron la suerte de no ser masacrados cuando eran fetos y los que, por las circunstancias que fueren, tuvieron que someterse a la lotería de ser bienvenidos por su madre o en tener la desgracia de ser concebidos a causa de una mala programación de sus padres, que encontraron el camino fácil de desprenderse de ellos, simplemente acudiendo a una de estas clínicas donde se los asesina sin piedad alguna. Cuesta entender que, en un país donde existe en teoría un gobierno de centro-derecha, se haya permitido que, cada año, se sacrifiquen a más de 100.000 futuros ciudadanos a los que, el capricho de sus padres les ha impedido gozar de una vida a la que tenían tanto derecho como cualquier otro ser viviente. Sin embargo, a éstos nadie les pide cuentas
Y, en todo este contexto sobre los menores, los legisladores, de pronto, se han dado cuenta de que, a pesar de sus esfuerzos para que desde la escuela pública, la libertad de los menores de hacer de su capa un sayo, el pretendido autocontrol que se suponía que tendrían sobre sus vidas y la sabiduría infusa que la experiencia en las calles les venía atribuyendo a las nuevas generaciones de jóvenes emancipados de los deberes familiares y meros huéspedes de las casas de sus padres; ha resultado que se ha generado un nuevo modelo de juventud, más callejera, más ruidosa, más promiscua, más revoltosa y, vean ustedes por donde, más propicia a drogarse, a beber hasta emborracharse y a practicar el sexo indistintamente entre hombres con mujeres, mujeres con mujeres u hombres con hombres, que estas prácticas de intersexualidad parece que se ha puesto de moda, de modo que todas ellas constituyen la base del nuevo tipo de parentesco de las nuevas generaciones de ciudadanos españoles.
Y, dentro de todo este nuevo modelo de vida que nos han traído nuestros hijos y nietos, resulta ser que, como uno de los modelos de diversión que ha surgido de las libertades que la ley les ha otorgado a los menores de edad, resulta que se han ido poniendo de moda lo que se viene conociendo como “botellón” un tipo de fiestas que consisten en darle al vino, a los licores y a las drogas, en un lugar público, fuera de la vigilancia de los mayores y con licencia para tener sexo si a alguno de ellos se le antoja aliviar sus instintos primarios. Cuando se dieron cuenta (no lo habían previsto, en sus prisas para evitar el control de los hijos por los padres) de que no sólo los mayores, sino los niños y la niñas de corta edad pillaban unas cogorzas que los dejaban a merced de cualquiera que quisiera propasarse con ellos, decidieron prohibir la venta de vino a menores de 18 años. Como es evidente, hecha le ley hecha la trampa y pronto, los que deseaban continuar en semejantes farras y no tenían la edad reglamentaria para comprar el vino, acudieron a sus amigos mayores para que les compraran la espirituosa bebida, de modo que lo que se pretendía conseguir con la nueva norma, en la práctica, no sirvió para nada.
¿Qué otro modo les quedaba a los sabios que decidieron que los jueces y los sociólogos lo harían mejor que los padres o que tomaron la decisión de prohibir, con graves sanciones, que el padre o la madre le pudiera administrar una sonora bofetada, bien administrada, a un cara dura que no sabe controlarse a sí mismo y no hay manera de someterlo a un comportamiento disciplinado, surge más efecto que mil discursos y demás zarandajas, con los que se les quiera reformar? Ahora están perpetrando una nueva Ley sobre la práctica del botellón. No lo van a prohibir, porque no se atreven a ello, pero han encontrado un medio más eficaz que consiste en hacer responsable del comportamiento de sus hijos, fuera del domicilio paterno, a los padres o tutores de aquellos jóvenes que decidan escandalizar en las calles, romper los cristales de los escaparates o dejar perdido de restos de botellas, latas, plásticos y demás desperdicios, el lugar en el que las bandas de jóvenes ( y mayores) incontrolados, han decidido convertir en el centro de sus farrandas.
Aquellos padres que se han vistos privados de toda su autoridad, que cuando han levantado una mano para castigar una maldad de su vástago se han visto denunciados por sus propios hijos y condenados por el CP, a los que, en ocasiones se han visto maltratados cuando han intentado imponerles algo de disciplina a sus hijos o que han intentado una y otra vez reconducirlos hacia el buen camino, sin haber conseguido nada en limpio más que tener que aguantar insultos y malas maneras; a estos mártires víctimas de la ley de defensa de los menores, ahora llega el Estado y parece que está decido a que, puedan o no, se constituyan en responsables de unos sujetos que saben que, positivamente, se van a negar a obedecer, no órdenes sino simplemente los consejos de sus padres, cuando están acostumbrados a no hacer caso de sus observaciones nunca.
¿Asistir con semejantes gamberros a conferencias de buenos comportamientos?, ¿verse obligados a perder su tiempo sabiendo que, por un oído les va a entrar y por el otro les va a salir lo que los conferenciantes les digan?, ¿A santo de qué se ha de aumentar la pena de los padres viéndose obligados a asistir a unas conferencias de unos conferenciantes que, lo único que van a decir, es lo mismo que los padres, han repetido mil veces a sus hijos, buscando hacerles comprender lo que es razonable, sin el menor éxito? No, no, señores legisladores, no saben ustedes lo que se traen entre manos y, si Dios no lo remedia, van a volver a cometer el mismo error de siempre. En lugar de lo que planean legislar yo les recomendaría que crearan una brigada especial de policía encargada de controlar los lugares en los que los jóvenes se reúnen; para que estuvieran atentos a aquellos que son los responsables de las algaradas, borracheras, suministro de drogas u otros actos obscenos de los jóvenes y los metieran, sin más tonterías, en sendas furgonetas, no para llevarlos a la cárcel ni a ningún otro centro penitenciario; sino para conducirlos a un lugar de trabajo, un sitio donde se construyan carreteras, se cave la tierra o se carguen pesos, para tenerlos allí un par de días sudando desde la mañana a la noche. Una terapia que, sin duda, tendría mucha eficacia aplicada a jóvenes acostumbrados a que nada les falte, que no saben lo que es pasar penalidades y que comen y duermen en sus casas, sabiendo que tienen la ropa lanchada y no les falta lo indispensable. O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, nos cuesta entender como quienes legislan sean tan ciegos y tan torpes que no sepan situar el problema de estos jóvenes descarriados en sus propias dimensiones que no se solucionan, en manera alguna, por medio de intentar cargar a los padres, que previamente fueron desautorizados, con la responsabilidad de hacerse cargo de las gamberradas de sus hijos.
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