Más y más va dando la sensación de que aquello que los clásicos llamaban “cordura” ha sido sustituido por una triste colección de falacias –algunos las llaman ahora “posverdades”, para evitar decir llanamente “mentiras”- que van impregnando el inconsciente social. Ejemplos hay por doquier: desde las mentiras de los nacionalistas que, a fuerza de ser repetidas, han creado toda una generación de abducidos; a los juicios sumarísimos, y por supuesto condenatorios, a los que la opinión pública somete a casos lamentables que han sido aireados hasta la saciedad por los medios de comunicación (y manipulación) de masas.
Uno de ellos, el llamado “caso de la Manada”, ha hecho furor en las redes sociales, a raíz de la sentencia que condenaba a los cinco energúmenos que vejaron sexualmente a una chica, durante los San Fermines” de 2016. Aparentemente, el tribunal optó por una solución salomónica, ya que la sentencia que los condenaba a nueve años de cárcel no era la más dura que les podría haber sido aplicada, pero tampoco la más liviana. La demandante no quedó satisfecha, como era de esperar; así como tampoco los inculpados, que argüían que los actos habían sido consentidos. Los jueces basaron su veredicto en un video en el que aparecían grabadas las escenas de la presunta agresión y en los interrogatorios a los acusados y a la demandante. Hasta ahí todo “normal”; dentro de la “normalidad” que supone que cinco individuos todavía jóvenes, entre ellos un guardia civil y un militar, se dediquen al acoso y derribo de mujeres indefensas, aprovechando el jolgorio de las fiestas patronales, para luego colgar sus “hazañas” en Youtbe.
Pero entonces… ¡Ay, entonces! Resulta que uno de los cuatro jueces del tribunal (entre ellos una magistrada) ha dado la nota discordante y dedica no sé cuántas decenas de folios de la sentencia a justificar su voto favorable a la absolución de los encausados, aduciendo una supuesta falta de pruebas concluyentes con respecto a si las prácticas sexuales fueron o no consentidas, así como ciertas y reiteradas –según él- contradicciones en las declaraciones de la víctima.
Y lo que hace no tantos años habría quedado reducido al ámbito de los juzgados, se desborda de pronto, se disparata y adquiere dimensiones desproporcionadas. Todo el mundo se considera con el derecho a opinar sobre un caso que sólo conoce superficialmente. Políticos, periodistas, amas de casa, honrados comerciantes, profesores, trompetistas, monjas, curas, jubilados, escolares, albañiles, vendedores de chuches, pastores de cabras… todos expresan su opinión, que no es tal porque no está fundada, y se consideran con el derecho a poner en tela de juicio (nunca mejor dicho) una sentencia, y en la picota al juez díscolo que se atrevió a expresar una duda y que actuó en consecuencia. Casi todo el mundo se considera juez togado y con conocimiento para dar veredicto. La calle se desborda de demagogia y eso que llaman “buenismo”. Se acabó la cordura. La “posverdad” parece haber ganado una nueva batalla.
Y en esto que, por el patio de Monipodio, asoma su barba rala un ministro, nada menos que el de Justicia, para dar la puntilla al principio de la independencia judicial, vertiendo su basurilla sobre el juez discordante. E insinúa cosas sobre él, que ni puede probar ni justificar. Es su particular tributo a la “baja política”, aquella que abandera causas que “mueven a la opinión pública”, cualesquiera, con tal de sacar rédito electoral. Pero tratándose de un ministro, la cosa es mucho más grave, ya que no se sabe muy bien si ésta es la postura oficiosa del Gobierno. De ser así, la falta de respeto a la independencia de los tres poderes del Estado quedaría de manifiesto. Y si tan sólo representa una opinión personal, ésta tiene tal repercusión y es tan negativa que el Presidente del Gobierno tendría que haberlo destituido de inmediato, puesto que no es admisible que el que representa a nivel político a jueces, magistrados y fiscales y es Notario Mayor del Reino, cargue gratuitamente contra uno de ellos.
En un país tan genital y visceral como el nuestro, tan inculto, ignorante de su Historia y tan maniqueo, es absurdo el empleo del jurado popular. Pocos recuerdan los casos en los que su decisión ha obedecido más a la llamada “pena de telediario” que a la conclusión a que se llega tras haber verificado una serie de hechos objetivos. En este caso –menos mal- no lo ha habido, y las partes recurrirán a una instancia superior en la que, es de esperar, se obtenga una sentencia más justa, lo que no significa “del gusto popular”.
Habrá observado, amigo lector, que en ningún momento me he atrevido a opinar sobre un asunto que desconozco. No sé si la sentencia es más o menos justa o injusta o si las objeciones de aquel juez tienen o no una base plausible. Únicamente he tratado de expresar en esta reflexión lo que es a todas luces una absoluta falta de cordura.
|