El término eutanasia se ha convertido en una especie de cajón de sastre donde cabe todo, desde la eutanasia pasiva, la eutanasia activa, la ortotanasia, la distanasia, y sobre cada uno de ellos podríamos estar horas discutiendo.
Por otra parte, las implicaciones sociales, éticas, jurídicas, teológicas, médicas y deontológicas no facilitan para nada el debate. La premisa mayor que ofrece la Iglesia para negarse a cualquier tipo de reflexión o discusión sobre el tema, que de hecho, es la argumentación tácita que sostiene el PP para su abstención en el Congreso frente al resto de grupos parlamentarios, se basa en que la vida es un don de Dios, de la que Él es el único dispensador y propietario.
Paradójicamente, cuando Dios le ofrece al hombre el regalo de la vida, lo hace asumiendo todas las consecuencias, y una de ellas es la que el hombre pueda decidir libremente poner fin a su vida, ya que se trata de un “regalo” sin condiciones.
Ciertamente, la libertad, en sentido teológico, no es sólo la posibilidad de decidirse por una cosa o por otra, sino la posibilidad que tiene el hombre de disponer de su propia vida.
Ante la muerte, el hombre tiene derecho a decidir, al igual que lo tiene a decidir sobre cómo quiere vivir. Por eso, ni a los familiares, ni al médico les puede ser indiferentes la libertad del enfermo. En este sentido, todos, pero especialmente los médicos, deberían ser servidores de esa libertad que no les pertenece.
En cuanto a la cuestión del suicidio, es fácil entender, desde esta argumentación que, en salvaguarda de la libertad individual y de la disposición que todo hombre tiene sobre su vida, se comprenda como un derecho inalienable.
No olvidemos que el enfermo es ante todo dueño de su cuerpo y de su espíritu. Por lo tanto, debe poder decidir sobre su vida y sobre su muerte, y cuando se convierte en una persona dependiente, también puede decidir sobre el tipo de cuidados utilizados para mantenerlo en vida y retrasar su muerte. La capacidad de elegir la muerte es un derecho que nadie le puede arrebatar, ni controlar desde fuera.
La dignidad de la persona debe estar garantizada, y si una persona se siente denigrada por su estado físico o mental, debería poder poner fin a su vida, cuando lo juzgue oportuno.
La voluntad del paciente y su libertad de elección deberían ser tomadas en consideración. La ley, en este sentido, debería permitir que el enfermo pueda recibir, desde su libertad de conciencia, la ayuda necesaria para poder morir.
Desde el momento en el que Dios le regala la vida, sin condiciones, el hombre se convierte en titular de los derechos asociados a su cuerpo. Debe ser el único en poder decidir lo que quiere hacer con su cuerpo y con su espíritu, es decir, de lo que hace que exista en cuanto Hombre.
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