Finalmente, a eso vienen todas las mujeres a verme, a sentirse deseadas, valoradas, importantes, para eso me pagan
Un viernes por la noche, hacia finales de febrero, preparaba mi apartamento para la llegada de una clienta habitual. Vivía a tres calles de Avenue Louise, una de las zonas más exclusivas de la ciudad ⎯yo mismo lo había decorado de manera vanguardista⎯. Arreglé la ropa de cama y dejé el lubricante y los preservativos Durex sobre la mesilla de noche. Encendí algunas velas aromáticas y una luz tenue, llené la tina y le puse un poco de champú de burbujas. Serví dos copas de vino ⎯un pinot noir que me recomendaron en la vinoteca⎯.
Conocía bien a esta mujer, de clase alta, acostumbrada ⎯igual que todas mis clientas⎯ a lo mejor. Aunque debo aclarar que a ella no le llamaban mucho la atención los juguetes sexuales. Sólo dos veces me pidió algo distinto, algo que para mí era habitual, pero que a ella le pareció atrevido. La primera vez que estuvimos juntos, no quiso que no la tocara, quería que la dejara retorcerse de placer, mientras yo utilizaba un dildo, aspiraba a que yo siguiera así hasta que ella pudiera alcanzar el orgasmo. La segunda vez, me pidió que la colocara bocabajo y, ya en el suelo, me colocara detrás de ella, le apartara el pelo de la cara y lo echara hacia atrás, la besara detrás de la oreja y la sodomizara. Igual que a muchas mujeres, al principio, les intimidaba ponerme el preservativo, así que tuve que darle confianza, hasta que aprendió a hacerlo, sin inhibirse; le dije que se trataba de un juego. Me había dicho que a su marido no le gustaba su panza y que tampoco le gustaban sus senos⎯ demasiado grandes, le caían sobre la tripa⎯, de manera que yo debía de ser capaz de hacerla sentir la mujer más deseada sobre la tierra.
Finalmente, a eso vienen todas las mujeres a verme, a sentirse deseadas, valoradas, importantes, para eso me pagan. Incluso aquellas que buscan la sumisión, durante la relación sexual, lo que buscan es sentirse menos solas. Por supuesto, no todas las mujeres son como esa clienta, algunas quieren practicar el sexo duro, brutal, quieren experimentar un trío o quieren que les cumpla las fantasías más disparatadas. Sin embargo, yo no soy ese tipo de acompañante. Yo soy tan solo un amante secreto y discreto. Las trato como un caballero. Soy la representación de lo que quisieran tener en sus más dulces sueños. He recibido todo tipo de propuestas, también por parte de maridos, que me han llegado a pagar por entretener a sus mujeres mientras ellos hacen viajes de negocios o se entretienen con otras mujeres o con otros hombres, quién sabe. Hay de todo.
Diez minutos antes de que llegara esta clienta, recibí la llamada telefónica de una mujer que quería encontrase conmigo al día siguiente en un restaurante, cerca del aeropuerto. Quería hablar conmigo para explicarme lo que quería y me dijo la suma de dinero que me pagaría. Le aclaré que normalmente suelo trabajar en mi apartamento y que sólo atiendo a las mujeres que llegan recomendadas por otras de mis clientas. Pero que estaba dispuesto a escucharla y, probablemente, hacer una excepción; el dinero que me ofrecía me pareció interesante.
Pude reconocerla porque era la única persona que, a esa hora, estaba en el restaurante. De primera impresión, mientras caminaba hacia donde ella estaba, me pareció que tenía un rostro extraño, pero la percepción de su cara fue cambiando conforme me iba acercando. No es lo mismo una cara vista de cuerpo entero que a una distancia de conversación o a una distancia de cama. Hay mujeres que son más bonitas o más feas cuando se les tiene ya demasiado cerca. Ésta, de cerca, era muy bella, mucho más de lo que parecía de lejos y, por un instante, tuve el deseo de acercarme más, hasta poder ver sus poros sus imperfecciones. Siempre me he fijado más en los detalles de un rostro o de un cuerpo que en sus generalidades. Un lunar, un pliegue, una estría. Ella llevaba una gabardina de color beige y era, a todas luces, una mujer refinada. Le calculé alrededor de treinta y cinco a treinta y siete años. Estaba sentada en una pequeña mesa cuadrada, junto a un gran ventanal, desde el que era posible mirar la lluvia caer sobre la autopista. Bebía un café latte. Me preguntó si quería beber algo y acepté beber un jugo de naranja.
Esa mujer, de aspecto arrogante, se llamaba Zoé.
Me explicó con todo detalle lo que tenía que hacer. En realidad, nunca nadie me había pedido algo como eso y me sorprendió que pudieran hacerme vez una petición como esa. Pensé que no tendría problemas en hacerlo, aunque aquello estuviera lejos de ser lo habitual. Lo que me gusta de mi trabajo es que ninguna clienta es igual a otra. Tampoco un día es como el anterior. En todo caso, me dio gusto la idea de poder poner en práctica el talento histriónico que alguna vez creí tener y, como he dicho ya, como la paga era buena, acepté.
⎯¿Por qué me llamaste a mí? Para ser honesto, no entiendo… ⎯le pregunté intrigado. ⎯Vi tu foto, me pareció que tienes el físico ideal y… creo que los dos se parecen un poco.
Me entregó una valija negra, me pidió que cuidara su contenido y repitió las indicaciones, dos veces más. Esto era algo muy importante para ella. Podía verlo.
En ese instante la inicial altanería de Zoé se tornó en una disimulada inseguridad, que me llenó de ternura, un sentimiento que no podía permitirme demasiado en un trabajo como el que tenía.
Una semana después yo cruzaba la puerta del aeropuerto que se encuentra debajo de un letrero que dice: w e l c o m e, arrastrando la maleta que Zoé me había confiado y, poco tiempo después, me coloqué frente a la puerta de llegadas internacionales del Aeropuerto Internacional de Zaventem.
No tardó en aparecer Zoé, llevando de la mano a un niño de pelo lacio y castaño claro, con las mejillas enrojecidas por el frío. Aceleré el paso y, cuando lo tuve enfrente, me puse a su altura.
⎯¡Felicidades, Louis! ⎯le grité fingiendo un desbordado entusiasmo y lo abracé⎯. Vine hasta aquí para celebrar tu cumpleaños. ¿No te parece fabuloso?
Enseguida, abracé a Zoé también.
Cogí al pequeño de la mano y lo dejé que me observara. Durante algunos instantes se mostró desconfiado, estudiándome escrupulosamente. Tras familiarizarnos un poco, nos dirigimos al parking del aeropuerto. Subimos a un vehículo de lujo y regresamos a la ciudad.
⎯ Mi mamá dice que viajas por todas partes, dice que ayudas a resolver los problemas del mundo. Y por eso es que nunca habías venido a verme. ⎯Tu mamá tiene razón. Es que soy un trotamundos. ¿Sabes lo que es eso? ⎯No. ⎯Es una persona que viaja todo el tiempo. Que recorre, algunas veces, muchos países. Que siempre está buscando algo.
Antes de venir aquí yo eestaba en África. ¿Sabes dónde es eso?
El niño negó con la cabeza. Le pedí que hiciera una fuerte exhalación sobre el cristal de la ventanilla. Utilicé el vaho que había dejado su frío aliento para dibujarle un mapa del mundo y le señalé el sitio donde se encontraba el continente africano. No era un mapa muy exacto, sino producto de lo que alcanzaba a recordar de mis clases de geografía en la escuela, pero el dibujo fue lo suficientemente bueno para que a Louis se le escapara una sonrisa. Parecía un chico muy listo.
Miré a Zoé. Me cerró un ojo. Parecía satisfecha.
Traté de hacerle al chico lo más agradable que pude el resto del recorrido, jugando con él y con Zoé a adivinar algunos personajes de las películas de Walt Disney, mediante vagas descripciones, hasta que llegamos a uno de esos salones que se alquilan para las fiestas infantiles.
Dentro del local, Louis pasó todo el tiempo jugando con sus compañeros de escuela, mientras su madre y yo bebíamos sidra sin alcohol con los demás padres. Unos tipos bastante aburridos.
«Mi papá trabaja en muchos países ⎯decía Louis a sus compañeros de escuela⎯, tiene que ayudar a otras personas». Zoé también me presentaba con los padres como el padre de mi hijo, y yo me sentía muy extraño.
⎯Siento curiosidad… ⎯le pregunté a Zoé cuando estuvimos solos⎯, ¿por qué me llamaste a mí? Esto podría haberlo hecho cualquiera de tus amigos. ⎯No soy de aquí. En realidad, nadie nos conoce ⎯dijo señalando a los demás⎯. Hace mucho tiempo que Louis me pregunta por su padre. ⎯¿Y dónde está él? ⎯No lo sé. En el banco de esperma no pueden revelar la identidad. La verdad es que no me interesa saberlo. Miré a Louis. Estaba arriba del tobogán, junto a otros niños, preparándose para bajar del trenecito. ⎯Nunca me dijiste quién te dio mi número telefónico. No muchas personas lo tienen. ⎯Lo encontré en una página web, donde se anunciaban muchos actores. «¿Actores?», me pregunté, y enseguida recordé… Zoé no tenía idea de que tras de esa fracasada carrera de actor, me había dedicado a otro tipo de actuación. ⎯Ahí… ¡Esa página web! Me anuncié hace tiempo, cuando terminé mi carrera en arte dramático y olvidé borrar mi perfil… ⎯¿Y ya no te dedicas a la actuación? ⎯Sí, algunas veces ⎯respondí, pensando en todas las mujeres que pasaban en mi apartamento durante la semana. Comimos pastel con los otros chicos y Louis abrió sus regalos. El último en abrir fue el mío. Yo no tenía idea de lo que era. ⎯Gracias, papá, es justo lo que quería, ¿cómo lo supiste? ⎯me preguntó y me dio un largo abrazó. Cuando el último chico se fue y el salón de fiestas quedó vacío, regresamos al aeropuerto. Zoé se detuvo frente a la puerta de llegadas. ⎯¿De verdad tienes que irte, papá? ¿No puedes quedarte? ⎯me preguntó Louis. ⎯Papá tiene que seguir viajando ⎯dijo Zoé⎯, acuérdate que mucha gente lo necesita.
Abracé y besé a Louis y le prometí que volvería, aunque le advertí que podría pasar mucho tiempo antes de que eso sucediera. Louis trataba de ser fuerte, podía verlo en la manera en que reprimía el llanto. Le dije que me sentía muy orgulloso de él. Eso me salió de adentro.
Zoé deslizó por un lado del asiento algunos billetes. Era el monto que habíamos acordado por mis servicios. Le pedí que guardara bien mi teléfono, tal vez lo necesitaría en el futuro. Nos dimos un abrazo, bajé del vehículo, cargando la valija negra, ya vacía, sin el regalo que Zoé me había entregado esa mañana, me quedé de pie, agitando la mano y sonriéndole al chico.
Entré al aeropuerto, comencé a sentir una soledad que me envolvía y, por un instante, me di cuenta de que me había sentido más cerca de ese niño y de su madre de lo que me había sentido de ninguna persona en mucho tiempo. Me dirigí al parking, para subir a mi automóvil. Había olvidado dónde estaba y me puse a buscarlo. Estaba embotado. No tenía cabeza para nada.
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