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El albatros

El barco ya estaba casi bajo el agua. Así que nos pusimos a gritarle. «¡Negro! ¡Negro!». Hasta que nos dolió la garganta…
Juan Saravia
lunes, 25 de junio de 2018, 06:30 h (CET)

2506181

Lo que hacía más triste y trágico el velorio del Negro era que no estuviera el cadáver dentro de un ataúd. En su lugar, la viuda había colocado, sobre una mesa redonda del austero salón, un solemne retrato del Negro, que los presentes habían rodeado de coronas de flores. Los dos hijitos del Negro, ajenos a lo que estaba sucediendo, jugaban a perseguirse por toda la casa. Todavía no eran muy conscientes de que su padre no volvería más.


La mayoría de la tripulación de El Albatros, mezclada con amigos y familiares, se había apilado en las sillas rojas, metálicas y enclenques, que la Coca-Cola había prestado a la viuda, con la promesa de que todas las bebidas que ofreciera a los invitados fueran de la empresa. La rivalidad de las dos refresqueras más importantes del puerto había llegado también al competitivo ámbito de los velorios.


Ramiro estaba en el zaguán, donde también había gente, pero menos que en el salón. Se había sentado en una valla muy bajita y bebía café instantáneo de un vaso de unicel de color blanco. El delgado y fibroso hombre tenía la mirada puesta en un suelo desigual de hormigón. Alfredo, que estaba en el jardín y, debajo de unos árboles de mango criollo hablaba con el capitán de El Albatros, se puso de pie y fue hasta donde Ramiro estaba absorto en sus oscuras reflexiones.


Con el borde de la suela de su zapato le dio una leve patada en el tobillo

—Ramiro, dice el capitán que te recompongas. Lo que pasó fue muy duro, pero hay que seguir adelante con nuestras vidas. ¿Me escuchas, cabrón?

—No puedo dejar de pensar en eso.

—Piensa en otra cosa, hay tanto en qué pensar.

—¿Cómo en qué?

—Como en tu familia, coño.

—Esto estuvo mal.

—No Ramiro, era algo que podía pasar, pero nunca pensamos que fuera así. Los accidentes ocurren.

—No mames, Alfredo, esto no fue ningún accidente. Además, el Negro no estaba enterado de nada…

—Muchos no estaban enterados. Así tenía que ser. Sólo nosotros, los más allegados al capitán.

—El Negro era mi amigo.

—También mío. Pero, ¿qué quieres, arruinar tu vida y de paso la nuestra? No la chingues, Ramiro. Te dimos una oportunidad, pero ya nos estamos arrepintiendo por habértela dado. Pudimos habérsela dado a cualquier otro. Mira, cabrón, para muchos lo que tendrás no será nada, pero para alguien como tú, que no tiene en qué caerse muerto, es mucho. Muchísimo, ¿No crees?


Frente a la casa, al otro lado de la reja de entrada, llegaron dos camionetas Suburban y se aparcaron enfrente. Uno de los vehículos utilitarios era negro y tenía los cristales ahumados. El otro era blanco, y estaba cubierto de carteles, donde aparecía la fotografía del candidato a diputado y su eslogan de campaña en letras muy grandes:


«El cambio es azul. Gerardo Esquinca diputado. Forma parte del cambio».


El candidato bajó de la camioneta negra, saludando a todos, como si el velorio fuera tan sólo una parte de los eventos de su campaña electoral. Llevaba puesta una impecable camisa blanca y un saco negro, de marca. Su corte de pelo era moderno. Solo un mechón de pelo rubio le caía en la sien y algunas finas gotitas de sudor se habían acumulado en su frente. Atravesó el zaguán, entró en la casa y, arrollando con su eterno protagonismo el sepulcral silencio, empezó a estrechar las manos de todos, hasta que se detuvo frente a la fotografía del Negro, se persignó, dijo algunas palabras que nadie alcanzó a comprender y dio algunos pasos hasta donde estaba la viuda para darle el pésame.


Fue hasta la cafetera y se sirvió un café negro, que bebió de dos o tres sorbos.


Después de algunos minutos salió, le echó una rápida mirada a Ramiro y fue al jardín, donde lo interceptó Alfredo.

—Jefe, me preocupa Ramiro —le dijo y señaló a Ramiro con los ojos—. Ramiro seguía cabizbajo, como extraviado en otro mundo. Ése es capaz de hablar con alguien. ¿Por qué no platica un poco con él? De un momento a otro este hijo de puta nos mete en problemas. Yo sé lo que le digo, patrón.

—Está bien. Hablaré con él.

El candidato fue hasta donde estaba Ramiro, pero éste no pudo verlo porque estaba mirando los sedimentos de Nescafé que habían quedado en el fondo de su vaso de unicel.

—Ramiro, ven conmigo —le ordenó.

Ramiro, con parsimonia, se puso de pie y lo siguió hasta el otro lado del jardín, donde el poste de luz de la calle casi no alcanzaba a iluminar. En ese sitio solo se escuchaba el sonido que hacían los grillos que había en la crecida hierba y los cuchicheos característicos de los velorios, que provenían desde el interior de la casa.

—Cuéntame cómo pasó —le pidió el candidato a Ramiro. Enseguida, sacó una cajetilla de Marlboro, le ofreció uno a Ramiro yse pusieron a fumar. Sabía que un cigarrillo mantendría más calmado a su subalterno.

Hasta que Ramiro empezó a hablar.

—Después de la explosión se hizo una vía de agua en el casco y, poco a poco, el barco se empezó a inclinar. Entraba harta agua. El capitán pidió al técnico que fuera corriendo a evaluar los daños y el técnico le dijo no había ya nada que hacer. No tardaríamos en hundirnos. También había una fuga de amoniaco en el sistema de ventilación.

—¿Dónde estaban?

—A doscientos kilómetros de la costa, muy lejos de nuestra zona de captura.

El candidato le dio una larga chupada a su cigarrillo, como si quisiera ubicar en su mente esa región inmensa del mar.

—¿Qué pasó después?


El capitán dio de inmediato la orden de que abandonáramos el barco. Teníamos todo preparado. Nos subimos a los dos botes y nos alejamos a toda prisa, antes de que la pinche corriente nos arrastrara junto con El Albatros, hasta el fondo del mar. Ya estábamos un poco lejos, cuando alguien preguntó por el Negro. El capitán quiso saber si a alguien se le había ocurrido ir a buscarlo al cuarto de máquinas. Todos dijimos que no. No había manera de regresar a buscarlo. El barco ya estaba casi bajo el agua. Así que nos pusimos a gritarle. «¡Negro! ¡Negro!». Hasta que nos dolió la garganta y vimos cómo El Albatros y El Negro desaparecieron. Luego de que ya no pudimos ver ni un sólo fierro del barco sobre el mar, regresaron las olas, fue como si nunca hubiéramos estado ahí. No podía dejar de preguntarme si el cadáver del Negro se iba a quedar en el fondo del mar para siempre. Las lanchas derescate de la Marina nos recogieron ocho horas después, flotábamos a la deriva. La mayoría tenía miedo, frío, hambre y sed. Hasta los pocos que sabíamos que nos iban a recoger empezamos a tener miedo de que nos abandonaran en medio del océano. Me pregunté si Alfredo se habría podido comunicar a la capitanía del puerto, pero no podía preguntárselo sin que los demás me escucharan.


Cuando Ramiro terminó de hablar se quedó mirando la oscuridad del jardín, con los ojos bien abiertos

—Pudo haber sido cualquiera de nosotros, jefe —le dijuo Ramiro—. Se suponía que nadie se iba a morir. ¡Carajo!

—Al Negro ya se lo tragó el mar. Pinche Ramiro. ¿Quieres irte por él? No seas pendejo —le dijo y, después de darle otra ccalada al Marlboro, le preguntó: ¿Te vas a poner las pilas?

—Sí, patrón —respondio Ramiro algo dubitativo.

—La vida hay que enfrentarla con huevos, Ramiro. Vamos a estar bien. ¡Te juro que vamos a estar bien! ¿Qué no era tu sueño era regresar con tu familia, a tu pueblo, en la otra Huasteca? ¿Qué no querías independizarte y abrir una tiendita de abarrotes y vender ahí de todo? Pásate mañana por mi oficina para que te entreguen tu cheque. El contador lo va a tener listo. Vete esta misma semana y empieza una nueva vida.

—Si, patrón.

—Y no vuelvas por aquí. ¿Entiendes?

El candidato le encendió otro cigarrillo a Ramiro y lo dejo solo. Se fue a buscar al capitán y lo apartó del grupo con el que estaba.

—No se suponía que todos iban a regresar, ¿no que ya habían hecho algunos ejercicios de evacuación y que todo saldría bien? Me dio su palabra, capitán —le dijo el candidato.

—No sabia que el Negro había vuelto a beber y que se quedaría dormido en la sala de máquinas, patrón. Es una variable que no podía controlar.

—Pinche Negro. ¿No se supone que desde hacía un año que iba a las reuniones de doble A? Voy a necesitar que se hagas cargo de mi flotilla de atuneros, ahora que gane las elecciones. Estará a cargo de todo el tinglado. ¿Comprende la responsabilidad que eso supone, capitán?

—¿Tan seguro está de ganar las elecciones, jefe?

—Pues claro, si no lo estuviera, no estaría gastando todo este pinche dineral. ¿O usted qué diablos pensaba, que el partido financiaba todo? La política es un negocio muy caro, capitán.

—Pero vale la pena la inversión, patrón. No tardará en recuperarla.

—Como todo negocio, tiene sus riesgos. Mire, usted sólo encárguese de que nadie vaya a decir que El Albatros era un pinche barco ya muy jodido. No importa si preguntan los periodistas o los de la aseguradora, todos ustedes tienen que decir que el barco estaba a toda madre, como nuevo.

—Cuente con eso, jefe.

Y ahora, debo que irme. Mañana tengo un recorrido por una comunidad donde la gente no tiene ni agua para bañarse.

—¿Qué pasó con Ramiro, patrón? Alfredo me dijo que no anda muy bien…

—No se preocupe. Mañana ya se va. Y si no se va, ya le pediré a usted que se encargue de él. Se puede ir a acompañar al Negro. ¿No cree?

—Suerte con los votos mañana, patrón.

—La tendré.

—Ofrézcales agua.

El capitán le guiño un ojo, hizo la V de la victoria, salio del predio de la viuda y se subió en una de las camionetas de la campaña.  

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