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La bestia

Era aterrador ver que una bestia tan enorme, una máquina tan poderosa, pudiera ser doblegada tan fácilmente
Juan Saravia
sábado, 30 de junio de 2018, 00:47 h (CET)

«¡Cabrones! ―rugió el mastodonte―. ¡Os mataré! ¡Os aplastaré! ¡Os apisonaré! Era aterrador ver que una bestia tan enorme, una máquina tan poderosa, pudiera ser doblegada tan fácilmente. Tan aterrador como espléndido». Fragmento de la novela “La Hija del Dragón de Hierro”, de Michael Swanwick.


La Bestia o El Tren de la Muerte, a la que yo me refiero no pertenece a ninguna novela de ciencia ficción o del subgénero ciberpunk, como en las novelas de Swanwick, sino a una Bestia que existe con vida propia y que constituye una prueba más de que la realidad casi siempre supera a la ficción. Una bestia que, a diferencia de la de Swanwick, muy pocos han conseguido doblegar.


La Bestia no es un solo tren, sino un conjunto de trenes de carga que, recorriendo diversas rutas, cruzan de sur a norte y de norte a sur un país enorme, como es México, y en los que a diario suben cientos de migrantes ilegales, en su mayoría, centro americanos, con el objetivo de huir de sus países de origen (El Salvador, Honduras, Guatemala, Costa Rica, etcétera) para tratar de llegar a los Estados Unidos y de buscar una oportunidad de trabajo que les permita alcanzar el sueño americano.


Algunos de los migrantes viajan solos y otros en grupos. Hay quienes viajan acompañados de algún coyote. Aunque los coyotes, en muchas ocasiones, terminan por abandonarlos o por venderlos a los grupos criminales que se han apoderado de las rutas de La Bestia o que esperan a los migrantes en las diferentes ciudades de paso para atracarlos, para subyugarlos.


¿Por qué viajan todas estas personas sobre los trenes de carga si son tan peligrosos? Por una parte, al ser ilegales, no pueden viajar por carretera ya que no tardarían en ser detenidos en las garitas de migración que hay en el camino. Por otra parte, no tienen el dinero suficiente para costearse un viaje por tierra.


Sobre los lomos de La Bestia viajan hombres, mujeres y niños. Cada uno, con una historia diferente, casi siempre, una historia de pobreza, de violencia y de dolor. Cada uno, lleva consigo, también, un sueño, una esperanza. Algunos dejan atrás a sus familias y esperan reencontrarse con ellas más tarde, cuando consigan mejorar su situación económica. Otros, viajan para no volver. El hartazgo de todos los ha llevado a tomar la terrible decisión de abordar el primer tren. Una decisión suicida porque subirse a La Bestia requiere más valor que suicidarse. Las probabilidades de ser deportados, de morir durante el trayecto, de no poder cruzar la frontera de México con los Estados Unidos o de ser regresados por los servicios de inmigración estadounidenses, son mucho más factibles que las de alcanzar el tan acariciado sueño americano que, para la gran mayoría, es tan solo eso: un sueño; una realidad para unos pocos con suerte.


El tiempo para cruzar el país es muy variado, puede ser de dos a tres semanas o de varios meses. Las rutas de los trenes son, cada una de ellas, un infierno. En muchas ocasiones deben subir cuando los trenes están en movimiento. Algunos se caen al tratar de asirse a los tubos de las escalerillas o de los pretiles que hay al principio o al final de los vagones y, si les va bien, al caer, las ruedas les cortan las piernas o los brazos. Una vez arriba deben de tratar de sujetarse con fuerza y de dormir poco; las posibilidades de caer de los vagones al quedarse dormidos son muchas; de caer al ser golpeados por una rama o al ser arrojados por alguien más. A una velocidad considerable las caídas suelen ser mortales. Algunas veces caen sobre la hierba, pero otras sobre los rieles del tren. Los más listos se amarran para no caer. Durante el trayecto tienen que soportar el hambre y la sed; el calor y la humedad. El frío. Y ser duramente fustigados por el viento.


Lo peor del viaje son los criminales. Pandillas que se han adueñado de la ruta para robar, secuestrar y asesinar a los migrantes. Los mareros, atiborrados de tatuajes, llegaron desde Centroamérica para tomar una parte del control de los trenes; roban, golpean, violan a las mujeres. Los Zetas, ex militares de élite del Ejército Mexicano y, ahora, una importante banda criminal que opera en una gran parte del país, secuestran o, si los migrantes tienen suerte, solo les cobran el pasaje por ir sobre La Bestia. Al que no paga lo lanzan de los vagones en movimiento. También hay un sinnúmero de criminales menores. Llevar dinero durante el viaje es más peligroso que no hacerlo, por eso muchos viajan sin dinero encima y prefieren vivir de la caridad que encuentran durante el recorrido.


A los que matan, si es que encuentran sus cadáveres, los entierran en los cementerios de los pueblos por los que pasan. Un montículo de tierra en cualquier parte del panteón. Si una inscripción, sin una cruz. Nada que los recuerde. Sus familiares, en Centroamérica, nunca llegan a saber qué fue de ellos. Son los muertos anónimos que deja La Bestia.


Muy seguido, los criminales secuestran a algún migrante y llaman a sus familiares para que les envíen un rescate. Después de que los familiares hipotecan sus casas o hacen hasta lo imposible por juntar el dinero, a unos pocos de los secuestrados los liberan y a otros, de todas formas, los matan. Para ellos la vida humana no tiene ningún valor. A los que mantienen como rehenes los obligan a trabajar en sembradíos de droga. Y a otros, mujeres, hombres y niños, los prostituyen durante algún tiempo y después los dejan ir o los matan. Más de uno se ha escapado para narrar su historia de horror.


En agosto de 2010 los Zetas secuestraron y asesinaron a 72 migrantes que se negaron a trabajar para el cartel. Los mataron dentro de una nave vacía, en San Fernando, Tamaulipas (ya habían terminado su viaje en La Bestia y estaban a poco más de cien kilómetros de la frontera con Estados Unidos, listos para cruzar). Los ejecutaron con una frialdad aterradora. Sólo uno vivió para contarlo.


A pesar de todo, durante el viaje, los migrantes también encuentran manos amigas. Refugios, como Hermanos en el camino, que fundó y dirige el sacerdote carmelita Alejandro Solalinde, en Ixtepec, Oaxaca. Brinda una cama por tres días, comida, bebidas y asesoría a los migrantes. O Las Patronas, un admirable grupo de mujeres que, en Amatlán de los Reyes, Veracruz, también da refugio temporal y alimentos a los migrantes, además de que pasan bolsas con comida y botellas de agua a los que pasan en los trenes sin detenerse.


Cuando miramos las imágenes de La Bestia. Cuando nos enteramos del dolor que viven todos esos seres humanos, cuyo único crimen consiste en buscar una vida mejor, nos preguntamos dónde están las autoridades. Dónde está el gobierno. Dónde están los administradores de esas empresas ferrocarrileras que dejan subir a toda esa gente.


¿Por qué nadie hace nada para frenar esos viajes mortales? ¿Por qué nadie hace nada para proteger a esos migrantes de los peligros mismos de los trenes y de los criminales que los acechan?


Resulta evidente que no es sólo los Estados Unidos ejercen una política cruel en contra los migrantes mexicanos que quieren llegar a trabajar a los Estados Unidos. El gobierno mexicano trata igual o peor a los migrantes centroamericanos que intentan cruzar el país para poder llegar a los Estados Unidos.


Esa es La Bestia. Tierra de nadie. Monstruo que cada año transporta a miles y miles de indocumentados. Monstruo que se lleva a muchos de ellos en las entrañas, provocando, al final, más dolor que esperanza.

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