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Saîd

Relato ganador del «XIV Premio de Narrativa Tirant lo Blanc, 2014» del Orfeó Català de Mèxic
Juan Saravia
viernes, 20 de julio de 2018, 03:55 h (CET)

Mientras miraba el mapa de América, Saîd lanzó un dilatado suspiro. Lo había recortado en una revista de viajes de una peluquería del Boulevard Anessens. Enseguida volvió a pegarlo con un imán sobre la nevera. Luego puso el dedo índice sobre el punto donde estaba Chicago. Abrió la puerta de la nevera para ver si hallaba algo de comer. Sólo encontró un poco de humus atestado de moho. Mientras tanto, Hârûn tenía la mirada puesta en el televisor. Saîd no podía saber en dónde estaba su padre. «Así es la enfermedad —pensó—, un remplazo de uno mismo por uno mismo». Visto de espaldas, su padre emanaba un insólito sentimiento de soledad. De seguir las cosas así, en poco tiempo, Saîd terminaría siendo un anciano también. El sonido del televisor estaba demasiado alto. Un canal francés transmitía imágenes de multitudes de jóvenes destruyendo monumentos, bustos y banderas en Libia.


A Saîd le gustaba mirar escenas televisadas de la guerra, sobre todo en Medio Oriente. Pero no porque tuviese un espíritu bélico, sino porque le gustaba contemplar la belleza de los paisajes montañosos donde sucedían esas guerras.


―¿Qué está pasando ahí? ―preguntó Hârûn.

―Quieren derrocar a Gadafi ―respondió Saîd y, enseguida, apagó el televisor, regresando el espacio al mutismo de antes.

―¿A quién quieren derrocar?

―Papá, ¿te acuerdas de que vamos a salir de viaje?

―¿De viaje? ¿Adónde vamos?

―A pasar un día libre, tú y yo; solos.

―¿Que hoy no trabajas? ¿Qué día es?

―No, papá, hoy no trabajo. Hoy es sábado.


En realidad, Saîd tenía dos años sin trabajar, se lo había repetido a Hârûn casi todos los días desde que lo habían despedido.


―¿Vamos a ir al alminar?

―No, papá, tú no has ido a un alminaren muchos años.

―Entonces, ¿dónde vamos a orar? ¿En la mezquita?

―Tú también dejaste de orar hace algún tiempo.

―Eso no es posible ―respondió Hârûn contrariado.


Saîd puso una bolsa con pañales, dos frazadas, calcetines, un sombrero, un pequeño paraguas y el Corán, dentro de la maleta de Hârûn. Después, le echó encima un grueso jersey y una bufanda. El abrigo lo llevaría en la mano.


―¿Y todo esto para qué? ―preguntó Hârûn―. Ni siquiera hace tanto frío. ¿En qué estación del año estamos?

―En otoño.

―¿Otoño?


Saîd recordó el calendario que le habían regalado en aquel restaurante chino. Tenía algunas imágenes otoñales. Le habló despacio, abriendo muy grande la boca. Y le mostró una imagen que incorporaba un lugar común del otoño, miles de veces representado en todo el mundo. Hârûn asintió y esbozó una timorata sonrisa. Saîd no lo había visto sonreír de esa manera desde hacía mucho tiempo.


Cuando terminó de hablar, le descubrió un bulto en los pantalones.


―¿Qué tienes ahí, papá?


Hârûn se atemorizó y, por un instante, Saîd temió que se pusiera agresivo.


―¡Ponte de pie, papá!


Al desabrocharle los pantalones le encontró un montón de envolturas de comida y servilletas sucias dentro. Revisó debajo del cojín del sillón donde estaba sentado Hârûn. También estaba lleno de basura. Saîd echó todo en el bote. Cogió el dinero que había guardado dentro de una vasija de cerámica, y algunas viejas fotografías donde aparecían su madre y su hermano Gassane y Saîd cuando eran niños; Su padre había roto las imágenes donde salía Ipek. Colocó todo dentro del abrigo de su padre.


De último momento había vacilado en hacer aquel viaje, pero todavía percibía el tufo que Hârûn había dejado la semana pasada, tras defecar en la alfombra.


En el corredor se encontraron con una vecina. Ella le dijo a Saîd que había encontrado a su padre, exánime como un espectro, en la en la madrugada, en pijama y a mitad del corredor.


―¡Me llevé un susto! ―dijo.


Saîd no dijo nada, sólo pensó en el sobresalto que él se llevaría también si viera a la vecina, a esas mismas horas, envuelta en la penumbra, con el velo negro que llevaba puesto en la cabeza.


Entraron en un local de pitas. Pero Saîd no logró que su padre comiera. Hârûn no quiso hablar más.


―¿Quieres hablarme de Estambul, papá? De Es-tam-bul ―le repitió más despacio.

―¿Adónde vamos? Quiero ir a casa ―dijo Hârûn.

―Vamos a visitar a Ipek.

―¿A quién?

―A Ipek, tu hija.

―Ah, sí, a mi Ipek, mi bella flor. Pero ¿es que hoy no trabajas?

―No, papá, hoy es sábado.


Desde que empezara a actuar de manera tan estrambótica, Ipek había vuelto a cobrar un lugar importante en la mente de Hârûn.


Subieron al tranvía en Lemmonier, descendieron cerca de Les Marolles y, maleta en mano, entraron en un café. Saîd contó el dinero que le quedaba y pensó que tendría que cuidarlo. El dinero del paro se había terminado, ya no recibiría más. Era ahora o nunca. Con lo que quedaba no podrían comer los dos.


Ordenó dos cafés turcos y dos baklavas.


―Papá, ¿por qué no me hablas de Estambul?


Hârûn se había ido otra vez, aunque su cuerpo siguiera ahí. La ausencia estaba en su mirada, hueca, diáfana, vacía de todo contenido.


En ese mismo café, Hârûn les había hablado decenas de veces a sus dos hijos de la hermosa Estambul. De la primavera descendiendo bruscamente sobre la ciudad; de los días soleados y de las repentinas e inexplicables lluvias torrenciales; o de la sensación de estar en Oriente y Occidente al mismo tiempo, algo que sólo en Turquía te podía suceder; del aroma de las flores de azafrán; del Ramadán, de todo eso que formaba parte de su esencia. En uno de sus paseos por el Bósforo había conocido a Dhuha, la madre de Saîd. Cuando Saîd y su hermano eran muy jóvenes, sus padres los enviaron a Bélgica, a buscar un futuro mejor. Al cabo del tiempo, obtuvieron los documentos de su residencia legal. Ipek, su hermana, se había casado con Jâlal y se había quedado en la región de Kars, una región donde las nevadas eran muy intensas. Pero algunos años después de la boda, Jâlal la acusó de adulterio y no volvieron a saber de ella. El adulterio en Turquía era algo que aislaba y sumía en la vergüenza y la soledad a las mujeres. Sus padres no la habían vuelto a buscar. Hârûn prohibió que se hablara de ella en casa. Saîd había soñado muchas veces con viajar a Turquía para verla. La extrañaba y le dolía recordarla. Mucho tiempo después, llegaron Dhuha y Hârûn a Bélgica, pero no consiguieron legalizar su situación migratoria. Pasaron muchos años en ese país europeo. Dhuha había muerto hacía cuatro años y, a partir de entonces, Hârûmse había ido para abajo con mayor rapidez. Entonces, Gassane se fue a América, donde ahora trabajaba como DJ en el Bar Ahab, en Chicago, un café lounge muy exclusivo, donde mezclaba música. A Gassane le gustaban DJ Zoru, DJ Müzik y DJ Dream; quería llegar a ser como ellos. Saîd y Gassane se hablaban por teléfono una vez a la semana. Las cosas que le decía de la windy city, a Saîd le parecían fantásticas. Gassane y Saîd habían crecido en un mundo libre, en una cultura cosmopolita, a pesar de haber heredado la tradición de sus padres. Gassane vivía con una mujer americana, una mujer rubia y anodina, de alguna pequeña ciudad de Illinois. Sherryl, se llamaba.


Enseguida, Saîd extrajo de la maleta de su padre el Corán, le dio un trago a su café y leyó un párrafo a Hârûn. Eligió la parte del libro sagrado que habla del «Hüzün» o la «amargura». Pero mientras le leía, podía ver que su padre no estaba. Parecía no percatarse de que él estaba ahí.


Era como estar en presencia de la ausencia.


Hârûn parecía tranquilo, y en sus facciones no se percibía ningún rastro de sufrimiento.

Al salir del metro Art Loi, Hârûn se negó a continuar caminando. Saîd le pasó el brazo por detrás y lo ayudó a desplazarse.


―Anda, papá, anda. ¿Es que no sabes adónde vamos?

Hârûn se detuvo y lo miró, intrigado.

―¿Adónde?

―A Estambul, papá. A la bella Estambul.


A Hârûn le brillaron los profundos ojos grises.


Pero en Turquía no quedaba nadie. Ni familia ni amigos; los habían perdido a todos.

Cuando cruzaron las puertas de los Jardines Reales ya pasaba del medio día. Caminaron por uno de los senderos de la periferia, hasta que pudieron ver las doradas puntas de lanza que sobresalían del enrejado de la rue Royale.

―Aquí, papá, aquí. Vamos a descansar un poco en este banco.


Se sentaron. Saîd colocó la maleta de Hârûn entre los dos. Sólo entonces recordó que era la misma maleta vieja y raída con la que sus padres habían llegado al país muchos años atrás. Hârûn y Dhuha nunca aprendieron a hablar francés como él y Gassane, que lo hablaban con fluidez. En todos esos años, Hârûn casi nunca había salido del Quartier Midi, donde fue empleado de algunos comercios de amigos árabes que hizo en los cafés, esos cafés donde se puede beber café o té de manzana y se puede fumar narguile. Locales donde es raro ver a una sentada en alguna de las mesas. Con Dhuha iba a orar cada semana a la mezquita de la rue de la Buanderie. Saîd y Gassane fueron a la escuela, luego trabajaron como en la construcción. Hasta que Gassane encontró trabajo de portero y camorrista en los bares deMont des Arts, donde aprendió a mezclar música house.



Cuando llegaron al parque, Saîd miró hacia arriba. «El cielo cae sobre nosotros —pensó—, al menos no creo que vaya a llover». Sentó a su padre en una banca y se sentó junto a él.


―¡Karpuz! ―dijo Hârûn inesperadamente.


«Para saber qué es lo que está pensando…», se dijo Saîd. Tal vez, a su padre solo se le había antojado comer una sandía.


Saîd miró en derredor. El lugar estaba vacío. Esperó a que pasaran algunas personas que corrían con ropa deportiva. Se puso de pie y se colocó un gorro negro de tela, tipo rapero, con un escudo de los Raiders, en el frente. Se encorvó para estar casi a la altura del rostro de Hârûn. Le tomó la cara con las dos manos y le acarició la vieja piel del rostro. Lo miró a los ojos claros. Luego tomó sus manos rollizas y envejecidas. Las acarició y las soltó. «Te quiero, papá —le dijo sintiendo cada palabra—. Te quiero», repitió.


Mientras Saîd se alejaba por Art Loi trataba de no pensar. De no pensar en nada. Se concentraba solo en el suelo y en seguir caminando. O en pensar en ese futuro que le esperaba en la maravillosa ciudad de Chicago.

Algunas veces iba por la calle, y otras, subía a la acera, dando pequeños brincos. 

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