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Sitges 2018: Musicales en clave política

Crónica del Festival VI
Ana Rodríguez
viernes, 12 de octubre de 2018, 08:45 h (CET)

Desde hace algunos años, la seguridad de los ciudadanos se ha convertido en un argumento recurrente para el control de las personas, de las fronteras, también del lenguaje. Una gestión política del miedo que repercute de forma inexorable sobre la libertad en todas sus formas, también las más íntimas.

Season of the devil, del filipino Lav Díaz, ambientada en la dictadura de Ferdinand Marcos a finales de los años 70, arranca con una pareja de paramilitares (civiles recientemente armados por el régimen) charlando en forma de diálogo cantado. Hablan sobre un pueblo que quiere sentirse seguro y sobre cómo proveerán esa seguridad a través de la ley marcial.

Se abre así un relato de cuatro horas de duración en el que los personajes se cantan, los unos a los otros, sus ideas y desgracias, en forma de pequeños poemas o cortos diálogos que transforman la palabra en musicalidad del lenguaje. Una idea que recupera una liturgia antigua, parecida a la de un canto gregoriano actualizado en mantra lírico, que hace resonar la palabra en la comunidad, tanto en la comunidad de los persecutores como en la de los perseguidos. Mediante la repetición de las mismas canciones en diferentes contextos, Lav Díaz expone los efectos de la reiteración del lenguaje: las mentiras se convierten en verdades a base de decirlas una y otra vez con convicción; las aspiraciones de resistencia se solidifican en el conjuro, sujetando el miedo y adquiriendo rango de culto.

Qué violencia tan densa e irrespirable transmite Season of the devil. Su acierto es oponer los movimientos opresores del poder (acoso psicológico, ejecuciones ejemplarizantes, desapariciones y secuestros sin resolver que dejan a los familiares en una duda sangrante) con esa expresión amable y musical de la palabra, aunque sea en su mera forma, que convierte en más perverso cada acto de violencia, alejando al mismo tiempo la acción de su percepción, evocando ese teatrillo de personajes en donde todos saben que juegan un papel y en donde cada víctima se convierte en una oportunidad para una puesta en escena del miedo, una herramienta para trazar el relato del poder en los cuerpos y los paisajes. Hay cierta ironía en cómo propone Lav Díaz su musical, una angustia desde la raíz que deja la inquietud de haber visto una de las películas más violentas del festival, con un artificio formal que otorga una distancia que desarticula el cine de la sensación para indagar en el de la toma de conciencia.

Una operación frágil, que unas veces deja al espectador demasiado lejos de su código, otras algo decepcionado con la literalidad de los diálogos o simplemente consigue agotarlo con repeticiones que han dejado de resultar significantes, preguntándose por la necesidad de las cuatro horas de metraje. No es nuevo para Lav Díaz construir películas (muy) largas. 250 minutos duraba Norte, el Final de la Historia, presentada en 2013 en Un Certain Regard de Cannes, libremente inspirada en Crimen y castigo de Dostoievsky. Increíblemente bien narrada, a Norte parecía no sobrarle ni faltarle ningún minuto y conseguía una hondura emocional de la que no participa Season of the devil, que logra en cambio dejar un cuadro vívido y espeluznante de una sociedad atravesada por la sospecha y la humillación.

No es casualidad que la fotografía integre semejante cantidad de luces cegadoras dirigidas hacia cámara, con una sensación de interrogatorio velado constante o tal vez de impunidad perpetua: los peores crímenes pueden cometerse bajo la luz del sol visible para todos.

La película de Lav Díaz opera despacio y opera también después. Al salir de la sala. Sus imágenes se asientan, capa tras capa, configurando una síntesis de su experiencia en la memoria que resulta mucho más sólida (incluso más interesante) que la propia impresión durante su decurso. Una vez reposada, establece también un perturbador diálogo con la encrucijada actual en la que las amenazas de represión por divergir de la norma (lingüística, simbólica o corporal) configuran una sociedad en donde la autocensura se integra cada vez con más comodidad en nuestros hábitos cotidianos, públicos y privados.

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