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¿Quién habla hoy de castidad?

Las palabras castidad, pecado, fornicación, lujuria, parecen haber sido descatalogadas, suprimidas
Francisco Rodríguez
lunes, 3 de diciembre de 2018, 00:00 h (CET)

Se habla mucho de sexualidad, se quiere incluso incluirla en la educación infantil a cargo del estado, pero se silencia la palabra castidad como obsoleta y descatalogada, cuando ella significa nada menos que la integración lograda de la sexualidad en la persona. La virtud de la castidad entraña la integridad de la persona y la integridad del don de la propia vida.


La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí en una verdadera educación de la libertad humana, pues la libertad, que nos constituye como personas, exige que seamos capaces de someter nuestras pasiones y deseos a un riguroso control de la razón, la que nos permite distinguir en cada elección lo que está bien o lo que está mal.


En la medida que conseguimos nuestra integridad, renunciando a las pasiones, podremos irnos constituyendo en un auténtico don para ofrecerlo puro y valioso bien en el matrimonio, bien en la vida consagrada a Dios y a los demás.

Lo mismo que los atletas se entrenan para alcanzar difíciles metas o los que dedican su esfuerzo al estudio y la investigación para avanzar en el conocimiento necesitan someterse a una exigente disciplina, todos necesitamos de la castidad simplemente para ser personas íntegras.


Frente a las avasalladoras llamadas a gozar sin limitaciones de todos los placeres, especialmente los de la carne, hay que proponer el ejercicio de la castidad como única vía para realizarnos como personas auténticas.


Seguramente habrá muchos que la castidad la asocian con los votos monásticos, castidad, pobres y obediencia, sin relación alguna con nuestra vida de cada día. Craso error. La castidad es una virtud que necesitamos ejercitar para obtener una vida más plena.


Lo contrario de la castidad es la lujuria que se nos ofrece con el máximo refinamiento para atraernos a la fornicación y fornicar es un pecado, aunque creamos que todo esto está pasado de moda y que lo que impera hoy es gustar de todos los placeres, “comamos y bebamos que mañana moriremos”.


La caída de la nupcialidad: poca gente se casa y muchos se casan y se descasan con más de cien mil divorcios al año, las acusaciones de machismo desde un feminismo feroz y combativo o la violencia intrafamiliar, hasta el asesinato, quizás habría que buscar sus causas en el deseo inmoderado de placer y en el olvido y rechazo de las virtudes que pueden hacernos personas cabales e integras.


Ahora todo el mundo quiere aparecer como “progre” lo cual implica aceptar los dogmas que está imponiéndonos la progresía sin ninguna autoridad para ello, consumir y consumir de todo, aunque sea nocivo: sexo, droga, pornografía, imágenes lascivas a domicilio, espectáculo, etc. etc.


Para esta clase de vida que se nos ofrece Dios resulta un estorbo. Como mucho estamos dispuestos a dar algo de tiempo o dinero para los que carecen de todo. Con ello nos sentimos justificados para seguir viviendo sin pensar siquiera en que después de esta vida haya otra.

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La ilusión, la emoción y la sorpresa siguen en un rincón de nuestra memoria dispuestas a desatarse si sabemos encontrar en el recuerdo de nuestra vida la autenticidad de aquel preciso momento. Ahí queda a la vista nuestro asombro ante la aparición del prodigio, y su magia es la única realidad que nos rodea.

Tenemos unos políticos y escritores aparentemente realistas que viven en el mejor de los mundos, a no ser que sepan algo que nosotros ignoramos. No es que no tengan sueños, el problema es que no tienen pesadillas (que podrían materializarse). En esa página lapa pegada a nuestro ordenador, mezcladas con la información más banal, aparecen noticias tremebundas que mueven a dudar bien de su credibilidad, bien de su cordura, dado el resto de la información.

En la antigüedad, a quienes querían confirmar la veracidad de sus actos, se les sometía a la prueba de poner las manos en el fuego. Actualmente esta frase se suele utilizar para manifestar una plena confianza en alguien y dar testimonio de su honradez.

 
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