(Si no que se lo digan a esos trabajadores de una empresa constructora, cuyo autobús se ha caído por un terraplén camino de la celebración. Menos mal que no ha habido problemas graves).
Se han puesto de moda las celebraciones navideñas de las empresas. En un día determinado, siempre alrededor de estas fechas, un grupo de trabajadores, capitaneado por algún jefe o jefecillo, se reúnen para compartir el pan, la sal y múltiples libaciones de bebidas espirituosas y de alto calibre.
La cosa suele comenzar con la llegada de todos los comensales engalanados para la ocasión. Alguno descubre que aquél ser que anda tras el ordenador, es una bella moza que une sus conocimientos informáticos a una belleza apreciable. De pronto alguien observa que el conductor de la furgoneta podía presentarse a un certamen de modelos masculinos. El común de los mortales sigue descubriendo que el jefe es un tirano antes, durante y después del trabajo. A medida que los efluvios del alcohol van haciendo su efecto y todo el mundo está harto de aperitivos esperando el solomillo, el personal se va desprendiendo de corbatas y abalorios. En una palabra, se va desmelenando. El gracioso de turno comienza a contar los mismos chistes de cada año y el malvado Carabel (que en todas partes lo hay) comienza a lanzar subrepticiamente migas de pan que crean un clima bélico que acaba a bollazo limpio.
Una vez restablecida la calma, deglutido el solomillo y saboreado los postres, comienzan los discursos inaguantables (pero que hay que aguantar) mientras comienza a circular el cava y las bebidas de grueso calado. Todo acaba a las seis de la tarde o a las seis de la mañana (según corresponda) con abrazos, besos y en algunos casos (los menos) una relación más que amistosa… o algún divorcio.
Los jubilados celebramos otro tipo de comidas. Son comidas nostálgicas en las que vemos como estamos hechos unas tartanas, en la que comprobamos como falta alguno y volvemos a recordar aquellos tiempos en los que compartíamos un trabajo, un proyecto y un futuro. Hablamos de nuestra familia, tiramos del móvil para enseñar orgullosos nuestro último nieto y nos volvemos a poner piripis, lo que nospermite sentirnos jóvenes comparándonos con el que tenemos al lado. Mi buena noticia es que he vuelto a comer con mis compañeros de Intelhorce. Aquellos con los que me inicié en la vida laboral a mediados de los sesenta. Creamos la mejor empresa de Málaga y una de las mejores factorías textiles de España. La deficiente gestión y las envidias empresariales de todo tipo acabaron con esta industria pionera en muchos sentidos. De allí tuvimos que salir, por diversas circunstancias, excelentes profesionales que han vivido una trayectoria laboral satisfactoria en diversos terrenos.
Por eso proclamo solemnemente que vale la pena. Aunque solo sea por estar un rato juntos, lejos de todo tipo de influencias y de presiones; donde podamos rememorar lo vivido y soñar con un futuro en el que podamos decir como el chiste: ¡Virgencita, que me quede como estoy!
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