La noticia de la nacida formal del Estado-nación judío(i), el 19 de julio de 2018, no era imprevisible, dado que la agenda política de Benjamín Netanyahu persigue ese objetivo con determinación, de hecho, todas sus acciones han sido coherentes con la visión de un país blindado y agresivo – como un fortín que avanza para englobar tierras consideradas esenciales para su seguridad (teoría de los confines mutantes) – y, además, con la pretensión, suportada por la supremacía económica y militar, de convertirse tanto en protagonista del tablero geopolítico en Oriente Próximo (Arabia Saudí, Bahrein, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Iraq, Irán, Jordania, Kuwait, Líbano, Libia, Omán, Qatar, Siria, Sudán y Yemen), como en antagonista de las potencias mundiales (Rusia, China y EE. UU.), sin embargo cultivando relaciones amistosas con las mismas. La polémica ley aprobada por el parlamento(ii), que ha exasperado el talante cada vez más belicoso de Israel en su zona de influencia, es otra pieza del mosaico procedente de la doctrina ideológica del Likud, partido que desde siempre se opone a cualquier aproximación a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y al desmantelamiento de las colonias en territorio de Cisjordania (zonas de Judea y Samaria administradas por Israel a partir de 1967)(iii).
Netanyahu no tiene ninguna intención de favorecer un acuerdo de paz, por el contrario, los recientes acontecimientos, como el involucramiento cada vez más activo del país en la guerra siria, las continuas incursiones en la Franja de Gaza, ya reducida a una pila de ruinas, y el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén (14 de mayo de 2018) impulsado por la casta financiera sionista (Paul Singer, George Soros, Stephen Allen Schwarzman y otros), a cambio de apoyar la política de Trump (América First) evitando presionar la economía norteamericana con sus maniobras especulativas, han robustecido el proyecto de virar hacia un Minotauro nacionalista. Ese muestro acuartelado en su laberinto supertecnológico, distópico y con confines orwellianos, reivindica el reconocimiento internacional de la ciudad sagrada como capital de Israel, así como contemplado en el plan “Ben-Gurión” (1948), que naufragó antes por el conflicto con Jordania – que se apoderó de la parte oriental de la urbe – y sucesivamente, como consecuencia de la “Guerra de los Seis Días” (5-10 junio de 1967) en que las fuerzas de defensa reconquistó la totalidad del municipio(iv), por el decidido rechazo de la ANP y de numerosos gobiernos occidentales, que, en aquella difícil contingencia, determinaron enfriar el conflicto abriendo o manteniendo sus embajadas en Tel Aviv, proclamada inicialmente sede institucional de la nueva patria judía. Está claro que la ley que define el hebreo como único idioma oficial(v) reservando el derecho a la autodeterminación a los descendentes de la Torá, generará discriminaciones, en la sustancia ya perpetradas, afectando el 20% de la población compuesta por árabes-israelíes, es decir, alrededor de 2 millones de personas sobre un total de 8.709.000(vi) (datos 2017).
Al parecer, la clase política asentada en la Knéset empieza a encajar en las categorías filosóficas elaboradas por Hannah Arendt, cuando calificó la actuación en los campos de exterminio durante el holocausto. El notorio “enemigo interno” de los nazis, o sea, el extranjero que amenaza la nación de su interior, se transformó en un patrón que se alojó de manera horrorosa en el subconsciente alemán, generando las peores atrocidades, eso es propiamente lo que distingue el totalitarismo, negro y rojo, respecto al nacionalismo y a la fase inicial del imperialismo(vii). Su concepción del mal fue profundamente radical, dado que el otro no solo iba apartado sino que también eliminado, sin que dejara huellas de su presencia terrenal, es precisamente lo que pasó en los campos de concentración con la eliminación física de los cadáveres de los prisioneros en los hornos crematorios, y es lo que se propone actualmente, de manera más sutil pero desfachatada, promoviendo la criminalización masiva de individuos por sus orígenes étnicas o religiosas. La naturaleza de la reclusión ha cambiado, pasando de la dimensión del encierro dentro del estado-nación (lager, gulag y campos de la muerte) para controlar y erradicar al supuesto enemigo, a la de la reclusión por aislamiento, típicos ejemplos son los muros de Gaza y de Assothalom(viii) y la valla de la frontera entre México y Estados Unidos.
Sin abogar por la concepción de los libertarios mundialistas, que anhelan construir estados sin confines, una antinomia conceptual que mermando los derechos fundamentales ha producido generaciones de esclavos globales, se pone el dilema si existe una tercera vía entre estas dos posiciones extremas o, por el contrario, se trata de aire frito. Un enfoque diferente sobre el asunto, debe valorar una multiplicidad de alternativas rechazando medidas vagas y abstractas, y, al mismo tiempo, considerar prácticas vinculadas con las peculiaridades de sociedades en situaciones concretas. Razonablemente, no se puede seguir desestimando que los lugares, la cultura y la historia tienen un peso específico, así que ya ha llegado el momento de sustituir, o por lo menos modificar, insulsas creencias doctrinarias con planes específicos, que nacen de la experiencia y que no temen compromisos y arreglos para conseguir el objetivo de una convivencia pacifica.
La deshumanización colectiva Quien se propone de realizar prisiones a cielo abierto, avala una lógica descartante que no es una novedad, puesto que ya hubo diversos casos en el siglo pasado, entre otros, la división de Berlín, el embargo occidental a Cuba(ix) y el de Iraq, no obstante, lo que ha mutado es la dimensión planetaria del fenómeno. El prevalecer del dogma del “dejar afuera”, significa fundamentalmente excluir países o partes de su territorio de un conjunto de relaciones (políticas, económicas, científicas, diplomáticas y militares) relegando a los integrantes de sus poblaciones, colectiva e individualmente, en una condición de encarcelamiento mental, jurídico y social. Esta política para tener éxito se funda en la “deshumanización del otro”, dicho de otra manera, el todo uno del nuevo totalitarismo se alimenta de minarquismo, una teoría que delega al Estado la única función de vigilante o guardián para asegurar las libertades individuales, protegiendo el espacio nacional(x), en el interior, de influencias y presiones sociales que pueden atentar a la falsa neutralidad de sus leyes, y en el exterior, de flujos migratorios y fuerzas militares de Estados no minarquistas. Lo más extraño es que los que han sufrido, a lo largo de los siglos, un virulento proceso de guetización y aniquilación, se presentan como puesto avanzado de este orientamiento y se hacen promotor de una dura forma de confinamiento y segregación, que no tendrían que abarcar a la luz de los acontecimientos que culminaron en su gran tragedia. Hoy en día, Israel ha concebido su “enemigo interno” identificándolo entodo lo que tiene relación con el mundo árabe-islámico, es evidente que se trata de un arquetipo que ha surgido como reacción a una condición atávica de represión y a la aversión de un entorno hostil, que al ser considerado periférico, ha padecido una decisión adoptada, como siempre, por el centro imperialista contra su voluntad (la famosa Declaración Balfour)(xi).
Si se examinan las condiciones de vida en Gaza, son muy similares a las de un moderno campo de concentración(xii), porque, con el paso del tiempo, se ha inoculado en las tropas la idea de una superioridad que exaspera el proceso de deshumanización de los palestinos, ya en acto, permitiendo infligir cualquier forma de castigo y vejación y garantizando la impunidad de los autores(xiii). Inevitablemente, se ha desarrollado un “supersentido ideológico israelí” fundado en la reiterada y proclamada especialidad del holocausto, así que, de manera inconsciente, la supervivencia de la entidad judía autoriza a ejercer cualquier genero de abuso, relegando a la superfluidad la vida humana de todos los que ponen en peligro o se oponen a su ley absoluta(xiv). Esta última, que se concreta en la preservación de la soberanía y seguridad nacional, encarna la “mímesis de lo absoluto” contenida en el tabernáculo de la agenda sionista, de otra parte, la misma Arendt, en diversas ocasiones, expresó duras criticas contra el concepto de estado-nación, específicamente, después de la Conferencia de Biltmore(xv) (Nueva York, 6-11 mayo de 1942), en que Ben Gurión se presentó como el principal inspirador de un patria étnica en Palestina. La pensadora alemana-estadounidense rechazó rotundamente aquel proyecto, teniendo en cuenta que en sus escritos había puntualmente denunciado la degeneración del concepto de ciudadano, que se manifestaba cuando la nacionalidad entendida como pertenencia a una organización clánica, se apoderaba del Estado(xvi). Es incuestionable el choque entre dos tesis, una que considera que la comunidad estatal nace solo cuando hay un grupo con elementos comunes (lengua, raza, tradiciones, religión, historia y contexto geográfico), y subordina la adquisición de la ciudadanía al presentar estas características o incluso un indefinido soplo espiritual, y la otra, que la atribuye a cada individuo por el simple hecho de haber nacido.
En el presente, estas posiciones ideológicas parecen bien representadas, con referencia a la causa judía, por Netanyahu y Soros, impulsores respectivamente de una visión nacionalista y globalista del sionismo, pero con el propósito común de ir prendiendo el fuego de la inestabilidad dentro de los continentes, en particular en Europa, para instar gobiernos y opinión publica hacia posiciones antiárabes y antiislámicas. Sin embargo, si el primero acaricia el sueño de Israel como potencia mundial, no temiendo acercarse y cerrar tratos con líderes soberanistas, como Orbán(xvii), para promover medidas antinmigración que avalen su política de segregación en Oriente Medio, en cambio, el magnate, supone que la mejor opción para garantizar los intereses israelís, es reforzar el papel financiero de una élite judía cosmopolita. La estrategia para conseguirlo, prevé la reducción de la influencia de los Estados a través de supraordinadas,laxas normas internacionales y poderosas organizaciones transnacionales, en la que las OING ocupan un lugar destacado, como su personal fundación, Open Society(xviii), y todas las que desempeñan un papel fundamental en la actividad de rescate en el Mediterráneo y, más en general, en la acogida de inmigrantes indocumentados. Examinando los balances de estas asociaciones no gubernamentales, se nota que carecen sistemáticamente de transparencia (Open Arms(xix), Médicos sin Fronteras(xx), Save The Children(xxi), Accem(xxii), Sea Watch(xxiii) y otras(xxiv), puesto que es muy complicado llegar a conocer los nominativos de sus grandes mecenas. Las diferencias de perspectiva de los dos bandos, se reflejan dentro del Comité de Asuntos Públicos Americano Israelí(xxv) (AIPAC por sus siglas en inglés), un grupo de cabildeo que desde los años 50' promueve vínculos de hermandad y colaboración entre EE. UU. e Israel, tejiendo relaciones con consejeros, gobernadores, alcaldes, diputados y senadores tanto demócratas como republicanos, dispuestos a apoyar leyes, medidas y posiciones diplomáticas favorables a los intereses judíos. Esta organización, financiada por sus miembros y que tiene la capacidad de trasladar votos, aunque oficialmente no apoya de manera directa a los candidatos en las elecciones locales o nacionales(xxvi), experimenta una condición de lucha interna y transición, que reproduce la mencionada conflictividad entre sionistas nacionalistas e internacionalistas. Su misión, así como declinada en los documentos oficiales, es garantizar el máximo esfuerzo para llegar a la “Solución dedos estados”, pero la actuación no parece acorde con los proclames, visto que denegando cualquier intermediación entre palestinos e israelíes y apostando por negociaciones directas entre los dos, se acaba por favorecer a los segundos. Es en esta encrucijada que topan dos líneas estratégicas, la mayoría de los integrantes del AIPAC opta por consolidar la situación del Estado de Israel machacando cada oposición en los territorios cercanos y respaldando jurídicamente sus operaciones de represión en los foros internacionales(xxvii), como la ONU, mientras que los sostenedores de Soros opinan que es más conveniente exasperar las hostilidades en Oriente Medio, aun con juego sucio y aportando fondos a la galaxia de grupos fundamentalistas yihadistas. En otras palabras, ambicionan llevar el conflicto a una dimensión mundial, pero diferente respecto al pasado, debido a que se intenta generar desarraigo y deportaciones, y por consiguiente migraciones masivas de matriz islámica hacia occidente, hasta el punto que la poblaciones locales chapaleen en el fango de desencuentros, estorbos, conflictividad cultural y socioeconómica, problemáticas de convivencias, fanatismos y actos de terrorismo, que determinen un solidaridad general y convencida con la causa sionista.
La Shoah y el sionismo Arendt fue siempre favorable a una organización política judía y a la construcción de su ejercito para combatir contra los nazis, en sustancia, suportaba la promoción de una red internacional y solo posteriormente se pronunció a favor de la realización de un Estado que acogiera los supervivientes de “LaCatástrofe”. Desde el principio, el tema se presentó controvertido, de hecho, siendo víctimas antes del nacionalismo y después del totalitarismo, se planteaba el problema de escoger una forma de ciudadanía que, por un lado, salvaguardara la identidad de una colectividad que a menudo eligió el aislamiento y la aglomeración en específicos barrios o ciudades, para mantener intactos vínculos familiares, cultura y tradiciones religiosas, salvo sufrir sucesivamente un proceso de dura marginalizacion y acoso, y por otro lado, que evitara que se reprodujera una entidad con rasgos típicos de los regímenes raciales y antidemocráticos(xxviii).
El dilema que la filósofa se planteaba, era si fuera viable edificar una realidad que alejándose del concepto de nación, sería capaz de fundarse esencialmente sobre derechos cívicos, políticos y civiles, sin olvidar que estos tienen siempre una fuerte relación con factores culturales, sociales, económicos y, hoy en día, también científicos y tecnológicos. Por lo tanto, cada organización colectiva no puede prescindir de un proyecto unificador o una visión compartida – que siempre contienen valores morales guiando el comportamiento individual y comunitario – salvo que se funde sobre el subjetivismo ético, provechoso en la especulación filosófica y la introspección personal, pero notablemente peligroso para la solidez de una sociedad que se encontraría sumida en la anarquía y el caos(xxix). Arendt que había vivido la malograda integración de los judíos en Alemania, deseaba que el proyecto de un Estado israelí no fuera un simple clon de las patrias europeas, vigorosamente arraigadas en una ideología chovinista y a menudo xenófoba, por eso, descalificaba el sionismo como tentativa de construir el enésimo bastión regido por el suprematismo de una mayoría incline a aplastar la minoría, en este caso árabe, destinada a ser subalterna o a convertirse en parias o emigrantes(xxx). La lectura se vuelve aún más interesante cuando recalca un dúplice aspecto del sionismo, el primero, la Declaración de Independencia del Estado de Israel, que olvidando por completo la presencia musulmana y cristiana en Palestina, en definitiva, les niega ciudadanía, el segundo, la ruptura del antisemitismo moderno respecto al antijudaísmo tradicional, afirmándose como fenómeno político inédito e imposible de explicar a través de las clásicas pautas.
A pesar de negar una continuidad en la línea de odio atávico al judío, Arendt no pone en dudas la “singularidad” de la “Shoah”, por el contrario, son exactamente sus clasificaciones que determinan en el exterminio de los hebreos unas peculiaridades no detectables en otras matanzas étnicas. Según su análisis, conectadas con la idea de Estado contemporáneo, por primera vez, se eliminaba a un entero pueblo sin un fin(xxxi), más bien con la única razón que no “tenía derecho a vivir”, de ahí que la singularidad se traduce en una situación que va más allá de los actos inhumanos motivados por factores políticos y económicos. De manera paradójica, la pensadora deja salir por la puerta el odio ancestral contra los judíos y luego lo hace entrar por la ventana, porque si aquel aniquilamiento no tiene causas reales, implica que hay un odio inveterado y casi natural que puede ser excusado. Pues, para combatir esta justificación, elabora la locución de “crimen contra la humanidad(xxxii)”, una definición que le permite guardar el valor de “especialidad moral” del holocausto, a tal punto que la misma palabra pierde su sentido original para asumir un significado univoco centrado en el genocidio perpetrado por los nacionalsocialistas, y que, al mismo tiempo, resalta el mayor sufrimiento padecido por los sobrevivientes y muertos de los lager respecto a todos los perjudicados de otras depuraciones étnicas pasadas y futuras. Seguidamente, a partir de esta teorización, se ha concluido que solo la “Shoah” merece la definición de genocidio, dado que es considerada un ápice trágico en la vida de la humanidad, y además, se ha remarcado la particularidad de un sistema de industrialización y burocratización de la muerte, que aplicando medios y procesos técnicos para llevar a cabo la solución final en el complejo sistema de los campos, permitió diluir la responsabilidad entre los SS, que se sintieron liberados de toda culpa(xxxiii).
Aguijón del mando y memoria literal Elias Canetti tuvo una genial intuición para explicar porque las SS-Totenkopfverbände, o “Unidades de la Calavera”, pudieron actuar con brutalidad. Cuando durante los Procesos de Núremberg, los jerarcas nazis declararon haber solo seguido las órdenes, no mentían, o por lo menos no de manera consciente, porque el carnicero como releva el pensador búlgaro “se somete a una orden, bajo amenaza de muerte”(xxxiv).
Lo interesante del razonamiento es que los torturadores no solo no se pueden defender contra las decisiones sino que le falta el tiempo para sentir el “aguijón”, o sea, el sentido de culpa por matar a sangre fría. El ajusticiador sencillamente transmite lo que recibe: “Solo debe matar a los que ha de matar. Si se atiene estrictamente a sus órdenes nada le puede suceder... Matando, él mismo se libera de la muerte. Para él es un negocio limpio y no inquietante. El horror que despierta en otros no lo siente dentro de sí. Es importante ver claro al respecto: los matadores oficiales están tanto más satisfechos dentro de sí cuantas más de sus órdenes conduzcan directamente a la muerte. Incluso para un guardián de prisión el deber es más duro que para un verdugo”(xxxv).
Se explica así el porqué los hombres que obedecen pueden cometer las peores atrocidades sin reconocerse responsables. Si es verdad que hubo unos mecanismos del aparato nazi (burocracia aséptica) que facilitaron una “dilución” del remordimiento, es más importante considerar las condiciones psicológicas que favorecen una condición de completo compromiso y que logran que los torturadores vivan con normalidad una actuación despreciable. De esta manera, se apartan de la culpa en la convicción de que sometiéndose a una solicitud externa, no se le puede acusar de algo que no sentenciaron personalmente, sino que soportaron como simples ejecutores e incluso sintiéndose chivos expiatorios del sistema(xxxvi). Una conclusión aberrante pero desgraciadamente acertada en el entendimiento personal y desarrollo moral del matarife de los campos de exterminio, que se concretiza en las siguientes palabras: “El autor no se acusa a sí mismo sino al aguijón, a la instancia ajena, al verdadero autor, por decirlo así, al que siempre acarrea consigo. Cuanto más ajena le fue la orden a uno, tanta menos culpa se experimenta por ella, tanto más nítidamente decantada para sí sigue existiendo como aguijón. Es el perpetuo testigo de que no fue uno mismo quien hizo esto o aquello. Uno se siente a sí mismo como su víctima y por ello no tiene por la víctima verdadero sentimiento alguno”(xxxvii).
Esta disertación iluminando sobre el estado interior del verdugo al no sentir arrepentimiento, demuestra, por una parte, que el acto no ha entrado en él, y por otra parte, afecta la tesis propuesta por Arendt. En particular, a juicio de Canetti, la matanza de los judíos fue tan extrema porque Hitler y más en general los alemanes buscaron algo que valía menos de ellos durante el penoso periodo de la inflación, y lo encontraron en el pueblo que por vocación tenía “habilidad en actividades especulativas; su afluencia a las bolsas de comercio donde su manera se distinguía muy crudamente del ideal de conducta militar de los alemanes, todo eso los debía hacer aparecer, en una época llena de sospechas y caracterizada por la inestabilidad y hostilidad del dinero, particularmente dudosos y hostiles”(xxxviii).
En el proceso de internamiento de los judíos se imitó el del inflación, de principio tratándolos como moneda mala y peligrosa, luego, devaluándolos cada vez más, y por último, atribuyéndoles una total ausencia de valor que permitió considerarlos inútiles y erradicarlos por millones como papel mojado. De hecho, el autor sugiere que los alemanes “difícilmente habrían podido llegar tan lejos, si no hubiesen vivido pocos años antes una inflación durante la cual el marco se hundió hasta una billonésima parte de su valor. Es esta inflación como fenómeno de masa la que descargaron sobre los judíos”(xxxix).
Aceptando tal hipótesis como motivo del genocidio, se amputa la singularidad del holocausto y el rol que ha conquistado en las reivindicaciones del movimiento sionista, a la vez que, como argumentado por Tzvetan Todorov, se desenmascara la sujeción de la memoria ejemplar a la memoria literal. Esta última que se funda sobre la singularidad, produce exageración y énfasis, de manera que el acontecimiento sale del proceso histórico y acaba por convertirse en mitologización, o sea, engendrando un imperecedero resentimiento y un derecho perpetuo a la venganza(xl), que, a su vez, alimentan un exceso de justicia que se concreta en falta de imparcialidad.
Un pueblo volando sobre la tierra El porqué el estado-nación aborda la contradicción, es muy evidente. Como dijo Emile Cioran los judíos no son razas ni nación ni tribu, cualquier definición es un atentado contra un pueblo que ha colonizado el cielo creando una religión de la espera.
“Ser hombre es un drama; ser judío otro”(xli), es decir, que él no tiene necesidad de conseguir un elemento distintivo en los acaecimientos porque ya es una singularidad viviente, un sujeto “sin ataduras, acósmico, es el hombre que nunca será de aquí, el hombre venido de otra parte, el extranjero en sí, y que no podría sin equívoco hablar en nombre de los indígenas, de todos”(xlii).
El escritor y filósofo rumano subraya con agudeza la anormalidad de ese individuo pegado a su religión – constantemente trastornado – que está en contra de todo lo que es común a las naciones, y en virtud de su exclusivismo rechaza pertenecer a estirpe e imperios, oposición que nunca se le ha perdonado. Tampoco se puede omitir que él es el representante y heredero de una fe vehemente, severa y a menudo agresiva, que guió la marcha de una masa que vivió largamente en el deserto antes y en el ghetto después, y que lleva los dos en su dimensión interior como un espacio privo de vegetación, donde todo “estaba seco y desolado”(xliii), alegoría de un pueblo privo de raíces y esencialmente orientado hacia el cielo, como espíritu o espectro desconociendo la tierra. Siendo estas sus peculiaridades, el judío tropieza en la historia como un cuerpo extraño, incapaz de evolucionar o declinar según los patrones que gobiernan la existencia de los mortales. Es el único que viviendo en cualquier esquina del mundo conserva intransigente su cultura, y no porque es integrante de la comunidad más antigua, sino porque es el hombre que migra sin pausa dejando rastros que desaparecen de un lugar y aparecen en otro, y aunque hablando muchísimas lenguas diferentes sigue siendo lo que es, un descendiente del “Éxodo”(xliv).
Por consiguiente, los judíos mantienen su unidad en la dispersión, seres del tiempo y no del espacio, rehúsan una concentración territorial, son pueblo que no se funda sobre la roca sino sobre la arena, y como enfatiza Cioran,“son maestros de existir”(xlv) con un impulso espiritual que es acción pura, característica de los perseguidos que “deben actuar deprisa y apresurarse hasta en sus genuflexiones. Es que invocan a un dios que también es nómada, perseguido también, y que les comunica su impaciencia y su apresuramiento”(xlvi).
Ellos como ciudadanos nunca pueden organizarse como nación étnica, salvo perder para siempre una originalidad que, en el curso del tiempo, nutriéndose de un desasosiego vital, ha facilitado su extrañamiento y omnipresencia. El hecho mismo de perder más de una patria, no les ha impedido seguir en el proyecto de construir una realidad estatal sui generis, porque “una patria es un soporífero para cada instante. Nunca envidiaremos bastante – o compadeceremos – a los judíos por no tener ninguna o tenerlas sólo provisionales, y la primera Israel”(xlvii).
Si Netanyahu si diera cuenta de eso, no ejecutaría un plan que se pone contra el verdadero espíritu de su gente.
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