Entre los que crecimos en el sur de Madrid (Usera, Villaverde, Orcasitas, la Ciudad de los Ángeles), pervive un cierto orgullo de barrio; esos barrios, como dice Luis Alberto de Cuenca, “hechos para la droga y el desahucio”; esos barrios de trabajadores que se deslomaron para que sus hijos estudiaran en la universidad.
No sabría decir de dónde surge ese orgullo que aflora reforzado por un acento rasposo de jotas en lugar de eses (“yo ejjjjque soy de la Ciudad de los Ángeles”). Tal vez se deba a que uno siente apego a su infancia, si esta fue feliz; o a que unen mucho los partidos de fútbol en los solares, con aquellos mojones de abrigos marcando las porterías; o a que la calle era el lugar donde todo pasaba: las heridas en las rodillas, el miedo a los “manguis”, los primeros desengaños amorosos; o acaso sea un reconocimiento a nuestros padres, que vinieron del pueblo con su maleta cargada de chorizos, dignidad y principios.
El caso es que el barrio formaba parte de nuestra identidad, era un rasgo que enarbolábamos, como ser del Atleti o lanzar con destreza la peonza. No sé cuál es el motivo de tal orgullo, pero, hasta dónde yo recuerdo, no he oído a nadie presumir de ser de La Moraleja. A lo mejor es que ellos no lo necesitan, claro; o a lo mejor es que ellos no son gente de barrio.
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