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Indolencia

Que no nos gusta conducir es un hecho, pero menos nos gusta caminar
Francisco J. Caparrós
martes, 12 de febrero de 2019, 09:48 h (CET)

Si la ciudad donde nací y he vivido desde entonces contase con un inquebrantablemente constante, a la par que diligente claro está, servicio de trasporte público no me importaría deshacerme, cuando menos, de uno de los dos automóviles con los que contamos en nuestro hogar. Lo que nos ahorraríamos M. y yo con la práctica de ese ejercicio libre de desapego, es como para pensárselo. Tanto en combustible, como en seguros y reparaciones, la cifra alcanzaría muy probablemente para unas plácidas vacaciones extra lejos de las incomodidades generadas por las emisiones de dióxido de carbono del tráfico rodado y la contaminación sonora.


Mucho me temo sin embargo que, tal y como se encuentra de fuertemente arraigado el consumo sin tiento en las sociedades avanzadas -como ahora la nuestra, huelga mencionar- cualquier esfuerzo acabaría resultando si no en vano poco más que testimonial. En términos sencillos, quiero decir, apenas un insignificante grano de arena frente a una montaña de cal.


Del párrafo anterior, también es cierto, se puede deducir fácilmente que cualquier excusa es buena para eludir una responsabilidad que, llevada a cabo sin ambages, por sí misma alcanza a comprometer algo más que nuestro libre albedrío. El ser humano es un animal de costumbres, pero sobre cualquier otra cosa, vago por naturaleza. Todo cambio, por insignificante que sea pero que lleve consigo, asimismo y como paso previo, la necesidad de modificar mínimamente la conducta, no es recibido con alharacas precisamente. Los beneficios a obtener tienen que ser muy buenos, y por muy buenos quiero decir extremadamente buenos; del doscientos por cien para arriba, o acaso más.


Con este modo de pensar poco inteligente y nada solidario nunca será posible solucionar, entre otros muchos, los problemas de convivencia ni tampoco los de circulación vial; es más, con el tiempo éstos acabarán multiplicándose. Aunque no necesariamente van unidos, pues el uno no es consecuencia del otro y viceversa, sí tienen, por el contrario, algo en común que los transforma en concomitantes: la irreverentemente accidental desidia humana.

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