Quizá frío sea la palabra más adecuada para describir Praga, donde los copos de nieve susurran tras los cristales, las calles lucen blancas y grises y azuladas y las chimeneas devoran, uno tras otro, interminables troncos para combatir ese frío tan intenso. Praga es también una ciudad «llamativa, siniestra y deforme», descripción que cuadra a la perfección con el enano Jeppe Schenkel, uno de los personajes secundarios, e importantes, de la nueva novela de Benjamin Black, que lleva por título ‘Los lobos de Praga’, publicada por Alfaguara en España. Schenkel ya apareció en otra novela suya, aunque firmada como John Banville, en 1981 y que giraba en torno al astrónomo Johannes Kepler.
Quizá miedo, otra palabra, sea la que mejor pueda definir al protagonista de la novela, el joven Christian Stern, hijo bastardo del príncipe-obispo de Ratisbona, alquimista, erudito y ambicioso que llega a la capital checa durante el invierno de 1599. Stern, que recibirá el encargo de investigar el asesinato de una joven degollada, con cuyo cadáver tropezará él mismo en la nieve, es también un investigador torpe, poco imaginativo, al que los acontecimientos desbordan en principio. En Praga reina Rodolfo II de Habsburgo, Archiduque de Austria, rey de Hungría y de Bohemia y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, un soberano extraño, caprichoso, nigromante, amante de la alquimia y de las artes ocultas, rodeado por una corte especialmente tenebrosa de cuyos principales cortesanos desconfía el propio Rodolfo. La novela pretende pertenecer al género negro, pero quien esto suscribe no tiene tan clara su pertenencia. Hay un primer asesinato, y un segundo, y un tercero y una persona encargada de averiguar quién es el asesino, o sea, un detective o un agente que se mueve por palacios, casas y calles a finales del siglo XVI. Sí, todo eso es cierto, pero no creo que la investigación y solución del problema sea el primer objetivo de Benjamin Black/John Banville. ‘Los lobos de Praga’ tiene otros valores más destacados, sin ir más lejos la presencia de una extraordinaria gavilla de personajes que, como dice el propio Black en su Nota del autor, se nutre de seres reales, Rodolfo II, John Dee o Edward Kelley; inventados, Christian Stern, Jeppe Schenkel, Felix Wenzel, Magdalena Kroll, Jan Madek, sir Kaspar, el paje Norbert o la dulce Serafina; e hibridados, es decir, inspirados en seres reales que vivieron aquellos momentos, como el nuncio Malaspina, Philipp Lang, Caterina Sardo o don Giulio, pero moldeados según los intereses de la acción. Son algunas libertades que se ha tomado el irlandés a la hora de construir su ficción checa.
‘Los lobos de Praga’ se articula en torno a una intriga palaciega, urdida por facciones rivales, que giran alrededor de la figura de Rodolfo II, facciones que no dudarán en recurrir a cualquier tipo de métodos para materializar sus ambiciones de poder. El trasiego de información/desinformación entre los grupos enfrentados es constante. En un momento dado, página 269, Felix Wenzel, el gran senescal, dejará caer las siguientes palabras en los oídos del protagonista: «Cuando hay bandos, si no escoges, otros escogen por ti», claro exponente de la enconada lucha establecida y de la necesidad de alinearse en un lado u otro. No se concibe la existencia cortesana de otra manera. La frase de Wenzel tendrá eco mucho después, en los momentos finales de la novela, página 319, cuando un Stern abatido reflexionará para sus adentros que «Ningún bando es el correcto, jamás». Es en el tráfago de esas luchas intestinas donde se enmarcan los asesinatos de la novela.
Black utiliza un lenguaje tranquilo, detallista sin caer en la minuciosidad, casi más propio de Banville que de Black. Hay como un recrearse en la construcción de los ambientes por los que transita la acción. Durante buena parte del texto, parece que la narración pretenda aquietar, dulcemente, al lector, de embelesarle con los escenarios, vestidos, rostros, luces, olores y gestos de los personajes con los que traza cada escena. Sin embargo, a partir del último tercio del libro, la acción se desencadena, los sucesos se precipitan, los hallazgos y las sorpresas se multiplican, y el desenlace final cambia de rumbo en más de una ocasión. Son estos los momentos en los que surge la figura del novelista negro que es Benjamin Black y que nos hacen dudar de cuál de los dos, Black o Banville, es el autor de esta novela. En alguna entrevista reciente, el escritor irlandés ha señalado que tal vez esta novela sea el puente de encuentro entre ambos.
Prosigo con el final. En ‘Las sombras de Quirke’, la última novela publicada en España de la serie protagonizada por su forense investigador, algo que llamó mi atención fue el desenlace de la trama. Es como si a la calidad literaria, indudable, de sus obras, en un momento dado Black hubiera decidido añadirle unos finales más trabajados, distintos. Son casi como un «toque mágico» producto de su enorme oficio, que les aportan una mayor riqueza si cabe. ‘Los lobos de Praga’ también se apunta a esos finales más trabajados, interesantes, lógicos, con giros inesperados, muy del género negro.
También hay en ‘Los lobos de Praga’ referencias al mundo artístico, como el cuadro de La fiesta del Rosario del pintor Alberto Durero, al escritor latino Plinio el Viejo, a la gastronomía, y al sugerente paisaje que dibuja el río Moldava, el más largo de la República Checa. Su irrupción en determinados tramos de la narración induce al lector a escuchar esa inolvidable pieza musical, dulce y suave, amable, que es precisamente ‘El Moldava’, obra del compositor Bedřich Smetana, natural de Bohemia. Todo queda en casa.
Para concluir, vuelvo a preguntarme los motivos de que esta novela la firme Benjamin Black y no John Banville. ¿Acaso, según me explicó el propio Black hace menos de un año, comenzó a escribirla directamente en el ordenador y no con su estilográfica, como acostumbra a hacer Banville? Lo ignoro. Es posible. Tal vez.
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