Durante la pasada tarde del lunes, los trovadores digitales anunciaban que la catedral de Notre-Dame estaba siendo engullida por un piélago de llamas. No pocos nos pegamos al teléfono móvil, como si esta ansiedad redujera el incendio que evaporaba la catedral parisina. Para nuestra desazón, el fuego se incrementaba, y las primeras imágenes mostraban cómo se derrumbaba la aguja. El sudor de tantos parisinos del siglo XII que se había embellecido al son de los tiempos era arropada por un ignífero manto de temores, rabia, lágrimas y vacío.
¿Dónde correrás a partir de ahora, Quasimodo, sin el templo mariano que convertiste en tu morada? El corazón de los europeos, y también el de tanta gente de allende nuestro continente, está cojo. El emblema de una nación, el rostro de un credo y el linaje de una cultura naufraga entre la flama. Me siento un anciano con mirada triste que contempla el televisor con la nostalgia que arrastra un pasado pisoteado por la propia biografía; y no puedo evitar que la lástima por las generaciones venideras, que no podrán disfrutar del esplendor de la catedral de Lutecia, perfore mi estómago, haciendo un nudo en mi garganta. La catedral recibía al año trece millones de visitas, coronándose como el monumento más frecuentado por los turistas en Europa. Algo se ha ido, pero en mí nace la necesidad, que no el deseo, de reivindicar nuestra cultura; de ser patriota cultural. El fuego, ese fantasma anaranjado que a su paso siembra la destrucción, nunca nos podrá arrebatar el significado de Notre-Dame. No obstante, es menester que, prestos, nos pongamos manos a la obra para que ese maldito fantasma anaranjado o cualquiera de sus hermanos letales no aparezca en ninguna esquina de nuestra cultura.
Habrá quienes, enfebrecidos que no hayan sabido canalizar en la soledad monacal de su cama junto a su almohada la indignación que, como es natural, brota en las junturas de sus cuerpos, traten de utilizar esta desgracia para oscuros fines. Y no. La cultura no es de nadie; tampoco vuestra. La cultura es de todos, y todos tenemos que defenderla. Si algo caracteriza a la cultura europea, la cultura de Aristóteles y Safo, Séneca e Hipatia, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, Santa Teresa y Cervantes, Servet y Laura Bassi, Voltaire y Olimpia de Gouges, Marx y Smith, Víctor Hugo y Dickens, Galdós y Pardo Bazán, Joyce y Virginia Woolf, Nietzsche y María Zambrano, Kafka y Anna Frank, Beauvoir y Clara Campoamor, es que es una cultura de belleza. Cualquier conato de sospechas injustificadas masticadas de odio no es bello; nos debiera de ser ajeno.
El silencio anega mi casa. Una suerte de luto colorido pero aquejado de mutismo se extiende por las calles de mi barrio. Hemos perdido a una amiga pétrea. Evoco recuerdos personales junto a esta musa de Víctor Hugo: con mis profesores de Lengua y Literatura, M.H. y A.J.P., y mis compañeros de clase admirándola y, años más tarde, con mis padres y mis hermanas disfrutando de su calor maternal. Ambas veces me despedí con un “hasta luego”, como si fuera obligación del Universo mantenerla erguida hasta una nueva visita. Con dolorosos episodios como éste, el sino nos recuerda que la vida es tan fugaz como un suspiro y tan incierta como las callejuelas del Barrio Latino.
Brindemos por la catedral de Notre-Dame, por tantos regalos que nos ha dado desde hace casi un milenio, y por aquellos trabajadores que están plantando cara a las hierbas inflamadas de fuego para rescatar algo de ese faro de Europa que fue, es y será la catedral de Notre-Dame.
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