En el Palacio de Velázquez he tenido la ocasión de asistir a una de las más conmovedoras exposiciones pictóricas que he presenciado en los últimos años: la del malogrado artista japonés Tetsuya Ishida (1973-2005) (1). Es la de este una obra por la que fluye una muy perceptible corriente de poesía, una poesía que no nace de nada edificante y que no transita por los versos de poema alguno, sino que señorea las pinturas de este creador, cuya desazonada visión de la realidad nos es trasladada de manera tristemente vívida y fascinadora al mismo tiempo.
En el folleto se nos da cuenta del hibridismo recurrente mediante el que Ishida buscaría mostrar “una nueva e inescapable forma de esclavitud que no distingue entre trabajo y consumo, alimentando la ansiedad de los cuerpos y las subjetividades” (2). En efecto, las pinturas de este artista dejarían entrever la usurpación del vitalismo por la implacable dictadura de lo funcional-objetual. Nos refieren la estandarización de la espontaneidad que se da en todas las sociedades; más cuanto más desarrolladas. Y para lograr tal cosa hace uso de lo sinecdótico-fetichista sublimando líricamente enseres los cuales son elevados a impensados anaqueles de sublimidad en aras de devenir en elementos de conjuntos expresionistas, simbólicos, surreales… con fondo de perspicaz e inusitada denuncia.
Al mostrar la objetualización del hombre por el hombre (o la autoanimalización de este) lo hace mediante una plúmbea angostura que refleja el más desencantado repliegue del individuo sobre sí mismo, sensaciones agudizadas por unas tonalidades embebidas de la grisura ambiente captada y plasmada por Ishida.
El aturdimiento salta de las pinturas para asir nuestra observadora expectativa con su solanesca garra, mostrándonos una tristeza bidimensional: gestual (en los rostros de los recauchutados seres ¿antropomórficos?) y cromática (en la atmósfera toda de cada cuadro), que no sería sino la enunciación plástica de la ya irremisible desnaturalización del ser humano y del mundo en rededor. Se nos presenta al hombre como un producto manufacturado y conducido hacia un destino incierto. Llega a pintar niños-fleje o niños paquete.
Es en definitiva la de Tetsuya Ishida una mirada lúcido-lúdica y de un profundo pesimismo, del que nos salva, en última instancia, el afinado humor residente en todas las piezas. Y, asimismo, como ya ha quedado apuntado, se atisba prontamente poesía en los cuadros de Ishida, en el seno de la más palmaria deshumanización que el artista nipón pone frente a nosotros. Servirían, sin duda, visto lo visto, las siguientes palabras de Rodolfo Cardona sobre Ramón Gómez de la Serna para este artista: “llega a posesionarse de la realidad circundante y, al hacerlo, la transforma y la convierte en arte, lo cual significa dar forma a esa realidad para que nosotros la veamos mejor. El humor en Ramón no es, pues, una simple técnica literaria o retórica, sino que corresponde a su visión de la vida y del mundo. Él es el verdadero ‘homo ludens’ y por medio de su juego constante logra percibir el verdadero significado de las cosas y consigue asimismo percatarse de lo serio que es el juego de la vida” (3).
Como Ramón Gómez de la Serna, Tetsuya Ishida supo percibir el choque entre objetos y realidades “a priori” indiferentes entre sí y supo trasladar poéticamente el escalofrío interior que le producía el trasfondo de una realidad ineludiblemente desapacible cuando se la mira en (y con) profundidad.
Notas (1) [La Exposición tendrá lugar del 11 de abril al 8 de septiembre de 2019 en el Parque del Retiro (Palacio de Velázquez)]. (2) ______ (2019): “Tetsuya Ishida. Autorretrato del otro”, “Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía”. (3) Cardona, R. (Ed. de) (2008): Gómez de la Serna, R.: “Greguerías”, Cátedra.
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