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Èric Reinhardt, la certeza de lo esencial

El dormitorio conyugal, una obra que invoca el espíritu de la audacia
Pedro Luis Ibáñez Lérida
martes, 30 de abril de 2019, 15:37 h (CET)

Lugares para la resistencia

En la determinación de vivir, restañar las heridas es inherente al apasionante misterio que encierra su experiencia. En la próxima esquina del inminente momento, quizás sorteando un encuentro inopinado, conteniendo la emoción sobrevenida o recordando el postrero asunto, ahora en pie y frente a nosotros, una acción emboscada nos espera. Gozo o lamento sobre los que referirse y a los que atender. La gestión de este proceso no por entenderse cotidiano nos libera o salva de su naturaleza rocambolesca. Complicado acomodo para la naturalidad. Andamos como niños saltando charcos de lluvia sin botas de agua. Por más empeño que pongamos, los pies se mojan. Sentimos que la humedad asciende tras hundir los zapatos en el infortunio del lance. Pero, ¿dónde afianzar nuestro deseo de existencia e implementarla cuando el aciago rumbo de los acontecimientos nos encamina al destino último? El miedo y su parálisis angustiosa, el tiempo y la incertidumbre de su paso, la soledad y el abandono disfrazado de recogimiento, describen el crítico atropello de lo verosímil. La alianza de amor y belleza se convierten, entonces, en bastión sólido de esa conciencia humanista que ayuda a la interpretación de la vida y de la muerte como espacios complementarios.

El dormitorio conyugal

Traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego- nos apresta a servirnos de lo más dúctil de nuestra alma. No hay estación intermedia para apearnos de este viaje. Su término lo encierran los lectores si evitan hacer ruido y andan de puntillas hasta la última página. No deben conformarse y fluir desde dentro como un geiser que expulsara el temor contenido en la potencial belleza de su descarga. En toda creación la oportunidad de trascender el hecho –el propio y puramente creativo- no se encuentra tan habitualmente. Es una rara avis. Cuando ello sucede se elabora un monólogo introspectivo e inconsciente, donde el silencio enfatiza su razón de ser. La alcoba es una habitación interior que queda en otro estadio diferente al resto de las habitaciones. El nido protector que protege la desnudez y lo amuralla de sentido oculto y veraz. Nada es ajeno para sí, pero sí es todo privativo para con el resto. El autor desde la hilatura de sus propias circunstancias, teje una prenda vivencial tan aparentemente trivial como excepcional. Esta excepcionalidad la utiliza como seña de identidad del dolor desde el que logra reconquistar la serenidad compulsa en la escritura, a partir de este suceso: su esposa es diagnosticada de cáncer de pecho. Esta noticia la acusará hasta que Margot, con una certera estrategia, logra romper la sensación que a aquel atenaza para concluir su próxima obra. “Tú te peleas con tu novela y yo peleo contra el cáncer, hacemos lo mismo los dos, juntos, codo con codo, el uno con el otro. Y en septiembre, yo estaré curada y tú publicarás el libro. Y luego pasamos a otra cosa. Lo necesito. Escribe. Termina. Publica Cenicienta en septiembre”. En un arranque insospechado, este compromiso le motiva a soalzar su ánimo consternado e inicia el combate tan aguerrido y apasionado en lo personal como fructífero en lo literario. La obra se convierte en un salvoconducto y en una exigencia que para ambos cónyuges supondrá la responsabilidad enamorada de esta alianza autárquica, “Estas páginas de Cenicienta son para mí como el sortilegio que, desesperado, le arrojé a la cara rabiosamente al cáncer”.

Contar para desear y desearnos vida
La lectura de esta obra manifiesta con rotundidad el poder de la palabra narrada. Esa capacidad de contar, inmanente al ser humano, concluye la mejor versión de sí mismo. Molienda de historias, conjugación de sensibilidades, espacios de ensoñación, realidad desinhibida, acertijo irresoluble, en suma la sugerencia atractiva de fabular, que es una manera de estar y ser en el mundo. Contar para vivir y vivir para contar. Cierta reminiscencia del personaje de ficción Sherezade aparece en el perfil real del novelista. Ambos se las ingenian para preservar la vida. Este leyendo cada noche a su esposa los nuevos avances en el discurrir diario de su obra. Aquella protegiéndose de la ira del sultán Shariar. Todas las noches, a sabiendas de la audición del sultán narra cuentos que a la llegada del alba deja inconclusos. En complicidad con su hermana Dunyazad, ha pergeñado un plan para mantener vivo y despierto su interés y curiosidad. Evitando la muerte como anteriormente sufrieron las tres mil mujeres con las que se desposo y mandó decapitar. Al igual que en el carácter regio, en el del escritor la trascendencia consciente es educadora. En estas situaciones límites caen los ropajes y la caricia del corazón enerva el juicioso sentido sobre lo prescindible e incide en la búsqueda de lo esencial. Mas en El dormitorio conyugal la estética de la ficción se desprende de lo real y ambas se enfrentan en una enternecedora introspección que deriva hacia una nueva obra dentro de la ya citada. Esta operación de matrioska metaliteraria, eleva el tono apelmazado que la angustia ha logrado, a pesar de todo, posar como fina capa de polvo. Es entonces cuando la dimensión novelesca se reconoce más audaz y libérrima. El personaje de Marie aparece circunstancialmente y abre las compuertas de la contención emocional del escritor tras tantos meses de asedio. Es icono de vida y esperanza pues también ha ganado el pulso a la terrible enfermedad. Intermedia como demiurgo. Es la creación sobre lo ya preexistente con Margot. Encarna todo el amor que necesitó su esposa y que desea refundir en este sentimiento epifánico que siente por Marie. Èric y Margot se transforman en Nicolas y Mathilde para, esta vez, sí liberar el inconsciente. Contraviniendo las tesis freudianas que discrimina lo psíquico de lo consciente, el viaje interior de Èric y Nicolas es un ideario de luces y sombras, en los que el destino y el deseo se resisten a claudicar. Por más que pese o suponga la incomprensión de los que aman. Todo está dispuesto para que el amor y la belleza emprendan el vuelo de golondrinas. En primavera volverán a la fidelidad del mismo nido que abandonaron en invierno. Mientras tanto, el resol destellante en el alero de las emociones confesables por amor, solo por amor, desemboca en esta segunda historia, a rebufo de la primera pero reconvertida en causa común. Nicolas, compositor de prestigio, alter ego de Èric, se sumergen en la efervescente creación musical de una sinfonía, en su afán terapéutico de contrarrestar la enfermedad cancerígena de su esposa Mathilde. Todas las noches, en el piano instalado en el dormitorio conyugal, interpreta su trabajo diario que titulará La bella durmiente del bosque. Ello le reportará resonancia internacional, “(…) y sabe que solo se lo debe al amor y a lo vivido en compañía de Mathilde cuando estaba enferma y el quería curarla con la belleza de su música”. La intermediación de una nueva Marie, repercutirá en una decisión sorprendente, testimonialmente apasionada y descargada de prejuicios. Decide aparcar su vida familiar y darse por entero al episodio finito al que se siente inexorablemente ligado hasta su final. Todo parte de la conversación que escucha entre su esposa y su hijo más pequeño, ¿Qué quiere decir soliflor, mamá? Y Mathilde le contesta: Una única flor…, es un jarrón donde solo se puede poner una única flor…”

Èric Reinhardt, inmersión a pulmón libre
La decisión de escribir una novela como esta parece arrancada de las mismas entrañas. La terrible experiencia personal del autor aguzó ese sentir para hacer, que acabo siendo un ajuste de cuentas con el pesar y sufrimiento. A la temática que plantea, incorpora otros asuntos referentes a su propio oficio y a la impostura creciente en el mundo literario. Realmente puntiaguda la crítica con la que desatornilla la presunta intelectualidad de los autores y su afán repetitivo y anodino en los foros públicos, “Esta visto que todos los escritores son iguales, sea cual sea su país de origen, incapaces de caminar en solitario por dentro de sus cabezas aunque no sea más que cuatro minutos nada más para sacar a la luz un pensamiento realmente propio, de una autenticidad amnióticamente certificada, arrebatada al dolor o a los éxtasis o a las incertidumbres de su propia existencia, incluso aunque se trate de una forma de pensar modesta y doméstica, pero al menos personal, íntima, de ellos; qué va. Siempre, nada más arrancar, veloces y puntuales, igual que un repartidor de pizza en su moto, tienen que entregarnos la Joyce cuatro quesos o la Flaubert de alcachofas y champiñones en cuatro minutos (…) pero lo que me gusta es que un orador excave un túnel instintivo en su propia mente, con un olfato prendado de capturas, de ideas, de descubrimientos, arrastrando tras de sí al público en la excavación de su minucioso subterráneo personal”. No se resiente del riesgo que conlleva la interpelación que se hace a sí mismo, y comparte con el lector, sobre los derroteros, a veces caóticos, pero siempre resolutivos, a los que se enfrentan él y sus personajes. Es una vida dentro de otras vidas a las que retrata y con los que dialoga. Es una conversación en la que confiesa sus propias dudas persecutorias y que deposita en manos de la literatura para su absolución. Pero siguiendo con el tema principal, la fe inquebrantable en el personaje novelesco masculino contiene una fuerte ascendencia femenina, que revolotea incesantemente tanto en Èric como en Nicolas. La inteligencia del escritor francés nacido en Nancy en 1965, le hace entrometerse en ambas vidas para hacernos reflexionar sobre la autenticidad de nuestros actos. La valentía es fundamentalmente decisión. Si realmente profesamos el devocionario vital de ser fiel a nosotros mismos, nos granjeará una suerte de inquietudes a las que deberemos hacer frente, no siempre con resultados satisfactorios, pero aparejadas a la paz interior. Otro camino sería el conformismo y la apatía. Esa muerte en vida, laxitud inconfesable, libertad vigilada que advertimos en los demás porque ya la sentimos en nosotros mismos. Con esa intencionalidad, la afirmación del autor de El amor y los bosques, “Nunca hay que dejar de esperar lo mejor de la vida”, conecta con el empuje a desheredarnos de nuestros miedos y asentir ante ese futuro que, incierto pero también esperanzador, nos espera con una nueva oportunidad: forjar la identidad de las emociones inconfesables, antes que la pesadumbre las encierre en la alta torre del olvido.

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