Siente profundamente la necesidad de que exista un poder centralizado fuerte y también considera imprescindible que se forme en la península itálica un Estado nación.
La apasionante vida de Maquiavelo transcurre desde 1469 hasta su fallecimiento en el año 1527. Este pensador y político florentino es indudablemente uno de los creadores de las concepciones políticas modernas.
A diferencia de la corriente crítica del pensamiento utópico representada por filósofos como Tomás Moro con su libro Utopía y por otros pensadores Maquiavelo no se centra en el deber ser ético sino en el ser de la realidad práctica cotidiana y en el ejercicio real de la política de su tiempo.
En su obra o libro fundamental que es El Príncipe piensa o reflexiona acerca de los comportamientos o conductas de los gobernantes para mantenerse en el poder o alcanzarlo. Uno de los modelos como gobernante es el rey Fernando el Católico ya que supo unificar España, entre otras cosas.
A Maquiavelo no le interesa escribir un tratado sobre teoría política, ya que no es el tema que quiere desarrollar con su escritura. Sobre las diferentes formas de gobierno y los diversos conceptos de poder pudo explayarse en otros escritos y cartas.
La propia realidad es lo que ocupa el interés de Maquiavelo y sobre lo que quiere discurrir. Era un extraordinario observador de la naturaleza humana. Se puede decir que era un político muy perspicaz y agudo. Destaca especialmente por su gran capacidad para conocer la psicología de las personas.
Estaba convencido de la utilidad de la forma de gobierno republicana, aunque también consideraba que en situaciones excepcionales como la que se vivía en su época podía ser necesario que hubiera monarcas fuertes que impusieran el orden en una península itálica dividida política y territorialmente.
No tiene ninguna duda de que para mantenerse en el poder un gobernante es absolutamente indispensable tener en cuenta la maldad intrínseca humana, ya que, si se obvia esto, se está condenando inexorablemente al fracaso en política. Así de rotundo se expresa Maquiavelo. No hay que olvidar que la situación social, política y religiosa en la que vivió este pensador florentino fue muy convulsa. Conoció de cerca numerosas intrigas políticas, traiciones, etcétera. No en vano fue embajador de Florencia y secretario del gobierno florentino.
Los Estados de España y Francia son los grandes ejemplos de naciones unificadas que sirvieron de modelo para Maquiavelo. Frente al conjunto de repúblicas independientes y desunidas de su tiempo veía la necesidad de una Italia unida y fuerte con el poder de un solo gobernante. Y consideraba que el gran impedimento para la unión de las mismas era el Estado pontificio. Y escribe al respecto lo siguiente: «La única causa de que Italia no se encuentre en el mismo caso, de que no tenga una sola república o un solo príncipe, es la Iglesia».
Ciertamente en El Príncipe afirmó que el gobernante está por encima de las leyes y que precisa de cálculo y violencia. En este sentido, Maquiavelo está seguro de que el temor o el miedo mantiene el poder, aunque reconoce que lo mejor y más deseable es que los dirigentes políticos sean apreciados y respetados por los súbditos o ciudadanos. No pone en cuestión que es un valor esencial la libertad del pueblo y se muestra defensor del republicanismo.
Como escribe Maurizio Viroli biógrafo de este genio del Renacimiento: «Maquiavelo simplemente observa que hay circunstancias excepcionales en las que los príncipes pueden verse obligados a ser traicioneros, crueles, infieles». No se puede comparar lo que sucedía en su época con guerras continuas en Europa con lo que ocurre actualmente en Eurasia.
No estaba a favor de ningún tipo de dictadura, pero si pensaba que los Estados tenían que ser fuertes y estar bien organizados y dirigidos. La finalidad última es el bien común que garantiza a la vez la continuidad en el ejercicio del poder.
El gobernante debe ser un gran organizador y saber prever las consecuencias probables de sus decisiones políticas. Consecuentemente debe actuar con prudencia y astucia en su persecución del bien general de todos. Pensó que César Borgia era capaz de lograr la unidad de Italia y se equivocó. La situación política variaba de modo tremendo en cuestión de años y no se podía predecir.
Una noche de fiesta y alcohol, después de pelear a puñetazos con otros intelectuales como él, concretamente con Jason Epstein y George Plimpton, volvió a casa con un ojo amoratado, un labio hinchado y la camisa ensangrentada. Su segunda esposa, Adele Morales, le regañó. Él sacó una navaja con una hoja de seis centímetros y la apuñaló en el abdomen y en la espalda. Tuvo suerte de no morir.
Resulta sugestiva la emergencia de las religiones no teístas. No me refiero al budismo o al taoísmo, sino a esas otras creencias que proliferan en nuestros días. Ciertas teorías de la conspiración funcionan como religiones, pero, además, se van conformando otras, entre las que cabría destacar la denominada “ecolatría”, por utilizar el nombre que le dio Fernando Savater hace ya tres décadas.
La antipolítica ha encontrado su mayor triunfo: un apoliticismo político que encarna un rechazo consciente a la política tradicional. Y aquí es precisamente donde la paradoja se vuelve elocuente. La falta de propuestas, los escándalos recurrentes, la constante guerra entre bandos, empuja a un desinterés de la política con nombre y apellidos que desemboca en un afán antipolítico visceral, construido alrededor del rechazo.