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Trescientos

​Que me perdonen los deudos si al leer estas líneas se sienten heridos en su amor propio, porque esa no ha sido de ningún modo mi intención, pero no me negará el lector que una noticia semejante se merecía este u otro comentario
Francisco J. Caparrós
lunes, 26 de agosto de 2019, 10:04 h (CET)

La noticia que más me ha impresionado de este calurosísimo verano, aburrido como pocos en mi humilde opinión, ha sido la del descubrimiento de varios cientos de féretros que permanecían ocultos bajo llave en una nave del cementerio de Manacor, ciudad que se encuentra entre las cinco o seis de mayor importancia de las Islas Baleares. Según los primeros datos dados a conocer por el consistorio, los cuerpos llevaban allí desde principios de la década de los 80 del pasado siglo, cuando a consecuencia de la realización de unas obras de mejora en las instalaciones los ataúdes fueron trasladados desde sus correspondientes ubicaciones hasta un almacén para, posteriormente, devolverlos a su lugar de reposo.

Intento hacerme una idea de la clase de persona que era aquel sujeto que, durante años y hasta su muerte en el 2016, estuvo soportando sobre su conciencia el peso de tamaña ignominia, pero por más que lo intento no lo consigo. Por mi condición de empleado público que lleva ya casi tres décadas trabajando para la Administración, he tenido la oportunidad de conocer a tantos funcionarios como días transcurridos desde mi nombramiento, allá por el mes de abril de 1991, pero jamás a ninguno que hiciese honor de esa forma a su fama, merecidamente alcanzada sin duda en algunos casos flagrantes, como el del tristemente ínclito sepulturero de Manacor.Que el susodicho ya no esté entre nosotros, los vivos, obliga a las autoridades municipales a encontrar en el menor tiempo posible una cabeza de turco que cargue con la culpa. El sucesor ya ha dejado claro que no sabía nada acerca de aquella morgue improvisada, y que jamás en todo el tiempo que trabajó codo con codo con su maestro se le ocurrió interrogarle acerca de aquel almacén que llevaba cerrado la intemerata de años.

Que me perdonen los deudos si al leer estas líneas se sienten heridos en su amor propio, porque esa no ha sido de ningún modo mi intención, pero no me negará el lector que una noticia semejante se merecía este u otro comentario. Pues por más que haga o diga la familia para incidir en lo contrario, mucho me temo que un sambenito que haga referencia a ello va a perdurar, cuanto menos, varias décadas. Con suerte, pasada una generación ya nadie se acordará del sepulturero de Manacor y de los trescientos cadáveres. Su hazaña, si es que a su vilipendio se le puede llamar así sin zaherir el honor de quienes llevaron flores y oraron durante años, creyendo que tras cada una de las lápidas descansaban los restos de sus difuntos, no será objeto sino de chanzas. Y es que, con un ejército de cadáveres, siento decirlo, no puede haber más que un héroe: Leónidas.

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