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¿Estamos al fin del ciclo fatal de cuarenta años?

¿Acaso somos demócratas por ir a votar una y otra vez?
Francisco Rodríguez
martes, 8 de octubre de 2019, 10:39 h (CET)

Desde que fue aprobada la Constitución de 1978 creí que su título I, capítulo II, sobre los derechos y deberes fundamentales de los españoles era cierto, nos convertía en un país democrático y nos ponía a salvo de la persecución y la arbitrariedad, pero pasados cuarenta años (siempre el fatídico período de cuarenta años) compruebo con tristeza que no es verdad. Que mis opiniones no sirven para nada si no coinciden con las del gobierno y que el gobierno, de unos u otros, se encarga de blindar, apoyar y subvencionar sus propias opiniones y si no las compartimos, peor para mí y los que opinen como yo.

Así que nada de país democrático, solo apariencia. El gobierno o mejor dicho los numerosos gobiernos que deciden por nosotros ya se encargan de dictar leyes sobre la educación, el feminismo feroz que ha destruido la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la ideología de género y el matrimonio homosexual, y el aborto prácticamente libre, que está eliminando la familia. Nuestras propias viviendas, que pueden ser ocupadas impunemente, la imparable emigración subvencionada, etc. etc. y todo ello regado abundantemente con subvenciones de los ayuntamientos, de las comunidades autónomas o del estado.

Luego nos cuentan que hay una España prácticamente vacía, que hay bandas de menores emigrantes no acompañados, “menas” o “bandas latinas” de llegados de la América Hispana, que siembran el terror en bastante barrios de nuestras ciudades sin una acción punitiva y eficaz de nuestro sistema judicial ni penitenciario.

Se les llena la boca a nuestros gobernantes hablando de las prestaciones sociales o de nuestra sanidad pública, pero no consiguen garantizar las pensiones de los que trabajaron y cotizaron toda su vida.

Nuestros políticos no son siquiera capaces de ponerse de acuerdo para buscar el bien común de los españoles, pues cada uno persigue su propio beneficio, pero nos ordenan volver a votar otra vez, ¿para qué? ¿Cuáles son sus programas? ¿Significa algo votar a la izquierda o a la derecha? ¿Cuáles son las diferencias? ¿Es urgente desenterrar a Franco o derribar la cruz del Valle? ¿Se quiere poner punto final a la transición que nos pareció modélica?

La Ley de Memoria Histórica ¿para qué? Dejad la historia para los historiadores y dedicaros a la tarea urgente de gobernar sin aumentar la deuda, sin agobiarnos con impuestos, sin atizar discordias, pero sin aceptar la ruptura de España.

Seguramente que lo que yo piense o deje de pensar le importa un bledo a nuestros políticos, salvo que me oponga al aborto, al matrimonio homosexual al adoctrinamiento escolar de los niños o a la destrucción de la familia pues si consiguiera hacerme oír me mirarían con desprecio y me calificarían de facha.

Mi voz no llegará muy lejos, pero seguiré pataleando y gritando que esto no es ninguna democracia, que las libertades y derechos que aparecen la Constitución del 78 son papel mojado y que me siento engañado y desilusionado con un régimen que voté esperanzado.

¿Será verdad que en España cada cuarenta años todo se va al traste y hay que volver a empezar? No voy a vivir lo suficiente para ver lo que pasa, pero a mis hijos y nietos les deseo una España mejor.

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En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley.

Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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