Las inmensas playas de Loredo y Somo, que conocí en mi infancia y me han acompañado ( o yo a ellas) durante casi todos los veranos de mi vida, ya no son lo que eran. No han perdido ni un ápice de su belleza: la fina arena, las aguas oscuras y oceánicas, la impresionante vista de la bahía de Santander, con la silueta verdigris de la isla de Jorganes recortada en primer plano y la de Mouro, alejada y solitaria… Cabo Mayor en la punta oeste, la península de la Magdalena, el Puntal y su lengua de tierra dunar… todo sigue siendo tan impresionante como cuando yo venía con el cubo y la pala hace ya demasiados años. Y, sin embargo, no son lo que eran.
Una plaga, tan ajena a nosotros como los eucaliptos con que repoblaron los bosques autóctonos, nos vino de Australia: el surf. No es un fenómeno nuevo, no. Apuntaba tímidamente a comienzo de los años ochenta y la cosa se mantuvo en el nivel de lo decente (es decir, sin causar molestias) hasta hace pocos años. Pero las olas no tuvieron la culpa. Las hay, desde luego, porque esto es el Cantábrico, pero lo que verdaderamente ha contribuido a que los simples, sufridos bañistas, nos veamos cada año más y más arrinconados por el asalto de la tabla y el traje de neopreno, ha sido una combinación en la que interviene, en dosis equivalentes, la astucia comercial y el gregarismo humano. Y nada habría que objetar si esos cientos y cientos de surfistas que invaden la playa cada mañana se concentraran en una zona; como hace más de diez años comprobé que se hacía en las playas de San Diego, California, donde los surfistas disponían de una zona concreta en la que practicar su, para mí, aburrido deporte. Y es que esa invasión no se limita a invadir las arenas, sino que para bañarte, no digamos si quieres nadar un poco, tienes que calcular la distancia entre el sujeto y su tabla con objeto de evitar que te desnuque como a un conejo de granja. Pepitoria de los tiempos modernos. Prohibieron los chiringuitos, pero no el desembarco de Normandía en versión australopiteca.
Y uno se pregunta: ¿por qué seremos cada vez menos los que disfrutamos de las olas, de la brisa, de los ecos marinos, del salitre y el avance de la marea, sin artilugios que te dejen “amarrado al duro banco”, como los galeotes de la “galera turquesca”, sólo con el calzón de baño o sin él, a ser posible? No hay que ser nudista para afirmar que bañarse en pelota picada es un placer difícil de describir. Pero los que viven esposados a la tabla de surf, embutidos en un traje de polímeros de neopreno, sin casi contacto con la sal y el frescor de las algas, no saben qué es disfrutar del mar. Son ellos también, pese a los que dicen que detrás de semejante actividad existe no sé qué actitud filosófica, hijos de la “play station”. Y vale.
Allá ellos; pero, por favor, que dejen de fastidiar al humilde bañista. Al niño que pasó del cubo y la pala y hoy busca sin éxito el chiringuito.
Y como España es todavía diferente en tantas cosas que no nos benefician (y tan igual en otras que nos perjudican) habrá que esperar a que “algo suceda”. Me refiero, claro, a un accidente provocado por algún surfista inexperto que plante su tabla en la nuca del sufrido nadador o chapoteador, con consecuencias graves o incluso nefastas. Será entonces cuando “la autoridad municipal y espesa” se decida a hacer algo. Por que es incomprensible que hoy que se legisla sobre todo, que incluso prohíben los chiringuitos y que los perros vayan a la playa, no se hayan adoptado medidas para proteger a los que sólo aspiramos a darnos un chapuzón, nadar y disfrutar libremente de la mar.
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