¿Están los indígenas provistos de alma? ¿O carecen de ella, como el resto de bestias a cuyo género pertenecen? Los conquistadores del Nuevo Mundo y los representantes de la Iglesia se planteaban muy en serio esta cuestión unos pocos siglos atrás. Tener o no tener alma, ser o no ser percibido como humano, como igual, determina si los crímenes cometidos contra un pueblo adquieren el rigor (también lingüístico) de asesinatos, de barbarie, o si el relato se ubica en el control demográfico de especies, digamos, exóticas y peligrosas.
La caza del indígena, extensible a todo habitante latinamericano, sigue muy viva en un futuro no muy lejano, nos dicen Juliano Dornelles y Kleber Mendoça Filho en Bacurau, film sobre un pueblo aislado en el corazón del frondoso Brasil, que respira el tóxico clima del legado de Bolsonaros y Trumps, cuando aún no parecen haberse librado de las perversas preguntas de la colonización sobre su rango de humanidad.
Bacurau existe, aunque quieran borrarla del mapa, y resiste. Es el vívido espíritu de la comunidad, de la red local de sinergias, contrapuesto al individualismo del grupo de americanos que rodean el pueblo —con su ostentosa tecnología global—, el núcleo de esta fábula de regusto tan (voluntariamente) naíf como psicotrópico sobre la importancia de la identidad y el empoderamiento de los pueblos como herramienta de combate.
Que se lo digan al movimiento zapatista, que hizo levantar en armas a las comunidades indígenas ubicadas en Chiapas, Méjico, que desde hace décadas sufren una guerra de baja intensidad a manos de paramilitares que intentan poco a poco forzar la salida de las tierras donde viven.
Bacurau construye una ficción futura sobre realidades ya presentes, colocando la cuestión territorial de fondo y poniendo en primer término el retrato coral de personajes, tanto locales como forasteros (incisivo el perfil psicológico de los yankees), valiéndose de un casting que huele a mezcla de actores profesionales y no profesionales, cuyos cuerpos, ropas, peinados, formas de mirar y de tocar, imprimen un poso de documento del Brasil interior que la emparenta con ese otro retrato de un pueblo de la Italia profunda en la también conmovedora fabula social que el año pasado se llevaba el Premio del Jurado en Sitges: Lazzaro Felice (Alice Rohrwacher).
Premio del Jurado de 2019 en Cannes, Bacurau destaca por el contraste entre su vocación realista y sus constantes referencias a los géneros cinematográficos. La introducción de la estética gore, el humor negro o la puesta en escena heredada del western colocan ese escurridizo elemento al que llamamos tono en un territorio oscilante que, lejos de resultar artificioso, hace más orgánico el retrato de una realidad de imaginario rico y sincrético.
Precisamente esa mixtura alegre de estéticas, referencias o músicas convierte a Bacurau en un raro pero bienvenido cruce de caminos entre el cine autoral, la película de acción y el relato moral, irrigando la narrativa con un desprejuiciado eclecticismo que empapa las imágenes de un impulso claro y transparente de vida, de movimiento y de contrapoder, capaz de devolvernos la pregunta con la que empezábamos este artículo, puesta de patas arriba: ¿acaso son los (nuevos) invasores los verdaderos salvajes sin alma, aquéllos indignos de llamarse humanos?
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